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Opinión

Ya mejor quiero ser caballo

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El pasado 8 de diciembre se publicó, en el Periódico Oficial del Gobierno de Coahuila, la Ley de los Derechos de los Seres Sintientes para el Estado de Coahuila de Zaragoza. De algunos de sus enunciados deriva la determinación personal utilizada como título de esta colaboración: he decidido declararme caballo trabajador… en los términos de dicha norma recién creada.

Pero antes de llegar al punto permítanme exponer el contexto:

Quiero llamar la atención sobre la forma en la cual suelen reaccionar la mayor parte de quienes integran nuestra comunidad frente al maltrato ejercido en contra de los animales. Bueno: el maltrato ejercido en contra de ciertos animales. En concreto, de esos a los cuales los humanos hemos convertido en mascotas.

En cuanto surge un video en el cual se muestra a un ser humano perpetrando actos de maltrato o crueldad en contra de uno de estos animales, las redes estallan: enardecidos cibernautas se pronuncian por la aplicación de severos castigos al agresor, se dedican a reunir firmas en la plataforma change.org para obligar a las autoridades a actuar y, en no pocos casos, hasta se organizan manifestaciones en las calles.

No me malinterprete: no estoy criticando que se reacciones así. Me parece absolutamente normal y justificada la respuesta colectiva. Más aún: encuentro razonable y necesaria la indignación provocada por los actos de crueldad gratuita en contra de una mascota –o de cualquier animal–. No intento criticar a quienes así reaccionan.

Sin embargo, frente a conductas equivalentes –o incluso mucho más graves–, cometidas en contra de seres humanos, la reacción dista mucho de ser la misma. Incluso, en la mayor parte de los casos, las noticias sobre estos hechos pueden pasar inadvertidas.

Veamos un ejemplo –hay muchos, pero quedémonos con éste–: de acuerdo con diversas organizaciones de la sociedad civil, en México se cometen anualmente unos 600,000 delitos sexuales. En el 40% de los casos la víctima es una niña o un niño. Estamos hablando de 240,000 ataques contra menores al año: ¡uno cada dos minutos, aproximadamente!

La frecuencia con la cual estos actos atroces ocurren, si nuestra reacción fuera la misma a la observada cuando un perrito o un gatito es violentado, mantendría incendiadas las redes y la ola de indignación y la presión contra las autoridades habría sepultado ya el fenómeno.

Pero no: por desgracia la reacción no es la misma, ni entre los ciudadanos de a pie ni entre las autoridades y ello da lugar a productos legislativos como el señalado en la introducción de esta colaboración, cuya lectura invita a considerar –aún cuando no sea esa la intención de sus creadores e impulsores– la existencia de una escala en la cual la vida, la integridad, la seguridad y la dignidad de los animales se ha colocado por encima de la de los seres humanos.

Diga si no invita la norma a pensar eso cuando, en el improbable apartado relativo a “los derechos de los seres sintieses trabajadores” se establece la obligatoriedad de proveer a estos animales con “alimentación reparadora y adecuada para su estilo de vida”; “apto control veterinario acorde a sus funciones que incluya el esquema de prevención y control de enfermedades, la rehabilitación, los estudios clínicos y de ser necesario las intervenciones quirúrgicas”.

Además, dice la ley, estos animales, dada su condición de “trabajadores”, deben laborar “en un entorno que no les provoque estrés ni miedo ni genere sentimiento de infelicidad”. Y lo mejor de todo: si un animal trabaja, sólo deberá hacerlo por “una jornada máxima de seis horas”.

A partir de estos y otros enunciados de la flamante ley, es claro cómo hemos colocado a un caballo “trabajador” por encima de un obrero en términos laborales. Un absurdo monumental frente al cual, resulta perfectamente racional mi decisión: ¡ya mejor quiero ser caballo trabajador!

La gran pregunta es: ¿cómo llegamos hasta acá? Tengo personalmente una hipótesis. La expondré acá en una futura colaboración.

@sibaja3

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