A mediados de mis veintes, pasé un año estudiando en la Universidad de San Francisco. Acababa de ser ordenado sacerdote y estaba terminando un posgrado en teología. El Domingo de Pascua de ese año fue un día primaveral particularmente hermoso y soleado, pero no me encontraba de buen humor.
Estaba muy lejos de casa, lejos de mi familia y de mi comunidad, extrañando mi hogar y solo. Casi todos los amigos que había hecho durante ese año de estudios —otros estudiantes de posgrado en teología— se habían ido, celebrando la Pascua con sus familias. Además de extrañar mi hogar y estar solo, alimentaba las angustias y obsesiones innatas de los jóvenes inquietos. Mi estado de ánimo distaba mucho de la primavera y de la Pascua.
Salí a caminar esa tarde, y el aire primaveral, el sol y el hecho de que fuera Pascua no me animaron; más bien, contribuyeron a catalizar una sensación más profunda de soledad. Sin embargo, hay diferentes maneras de despertar.
Como dice Leonard Cohen: “en todo hay una grieta, y por ahí entra la luz”. Necesitaba un pequeño despertar, y finalmente me lo dieron. A la entrada de un parque, vi a un mendigo ciego sentado con un cartel delante que decía: “¡Es primavera y soy ciego!”. No me pasó desapercibida la ironía. ¡Estaba tan ciego como él! Por lo que veía, bien podría haber sido Viernes Santo, lloviendo y haciendo frío. Ese día, el sol, la primavera y de la Pascua estaban desperdiciándose en mí.
Fue un momento de gracia, y he recordado ese encuentro muchas veces desde entonces, aunque no alteró mi estado de ánimo en ese momento. Continué mi caminata, inquieto como antes, y finalmente volví a casa a cenar. Durante ese año de estudios, fui capellán residente en un convento que tenía un albergue juvenil adjunto, y la norma de la casa era que el capellán debía comer solo en su comedor privado. Así que, aunque eso no era exactamente lo que un médico habría recetado para un joven inquieto y nostálgico, cené solo esa noche de Domingo de Pascua.
Sin embargo, la resurrección llegó para mí ese Domingo de Pascua, aunque un poco tarde. Otros dos estudiantes de posgrado y yo habíamos quedado en encontrarnos en la playa al anochecer, encender una fogata y celebrar nuestra propia versión de la Vigilia Pascual. Así que, justo antes de que oscureciera, tomé un autobús hacia la playa y me encontré con mis amigos (una monja y un sacerdote). Encendimos una gran fogata (todavía legal en aquellos tiempos), nos sentamos alrededor de ella durante varias horas y terminamos confesándonos mutuamente que habíamos tenido una Pascua miserable. Esa fogata hizo por nosotros lo que la bendición de la fogata de la noche anterior en la Vigilia Pascual no había hecho. Rompió el hechizo de inquietud y ensimismamiento que nos había cegado a todo lo externo. Mientras observábamos la fogata y hablábamos de todo y de nada, mi estado de ánimo comenzó a cambiar, mi inquietud se calmó, la pesadez se disipó. Empecé a sentir la primavera y Pascua.
En el relato de la resurrección de Juan, se narra cómo, en la mañana de la primera Pascua, el Discípulo Amado corrió al sepulcro donde Jesús había sido enterrado y lo miró. Vio que estaba vacío y que solo quedaban los lienzos, cuidadosamente doblados, en los que había estado envuelto el cuerpo de Jesús. Pero como discípulo que ve con los ojos del amor, comprende lo que esto significa; capta la realidad de la resurrección y sabe que Jesús ha resucitado. Ve la primavera. Entiende con los ojos.
Hugo de San Víctor dijo una vez: “El amor es el ojo. Cuando vemos con amor, no solo vemos con claridad, sino también con profundidad y significado”. Lo contrario también es cierto. No es casualidad que, después de que Jesús resucitara, algunos pudieran verlo y otros no. El amor es el ojo. Quienes buscan la vida con los ojos del amor, como María Magdalena que buscaba a Jesús en el huerto la mañana del Domingo de Pascua, ven la primavera y la resurrección. Con cualquier otro tipo de ojo, nos quedamos ciegos en la primavera.
Cuando di mi paseo aquella tarde de Pascua hace tantos años en San Francisco, no era precisamente María Magdalena buscando a Jesús en un jardín, ni la Discípula Amada, llena de amor, que corría a mirar dentro de la tumba de Jesús. En mi inquietud juvenil, me buscaba principalmente a mí mismo y me encontraba principalmente con mi yo ansioso. Y eso es ceguera.
Cuando estamos atrapados en nuestro interior, estamos ciegos, ciegos tanto a la primavera como a la resurrección.
Aprendí esa lección, no en una iglesia ni en un aula, sino en un solitario e inquieto Domingo de Pascua en San Francisco, cuando me encontré con un mendigo ciego y luego volví a casa y cené solo.
