La “marea rosa” inundó por segunda ocasión el Zócalo capitalino el domingo anterior. Más allá del diferendo sobre la cifra de asistentes una cosa está clara: la Plaza de la Constitución dejó de ser territorio exclusivo de la izquierda, de la lucha obrera y campesina, de las denominadas “clases populares”, de los “movimientos de masas”.
No es poca cosa.
Entre las múltiples formas posibles de clasificación social, históricamente se ha concebido a la sociedad mexicana dividida en dos segmentos: de un lado están quienes llevan en el ADN la disposición a marchar, a movilizarse, a corear consignas en las calles, en las plazas. Del otro habitan quienes apuestan a su estatus, a su “influencia”, a sus conexiones, para resolver sus problemas.
Los primeros están obligados a marchar, a pronunciarse de forma ruidosa para ver satisfechas sus demandas; los segundos no tienen ninguna necesidad.
Se trata, conviene decirlo con claridad, de una división arbitraria, pues resulta imposible marcar una línea, en medio del mapa social, para segmentar al colectivo a partir del criterio descrito líneas arriba. O, para decirlo más claro, ni todos los miembros del proletariado están prestos a la movilización, ni todos los “fifís” son ajenos al coreo de consignas en la calle.
Pero sí hay una inclinación, digamos “natural”, hacia uno u otro lado a partir del lugar ocupado en la escala social. Es absolutamente normal atestiguar una manifestación de protesta –en contra de casi cualquier cosa– en Chiapas u Oaxaca, pero resulta muy extraño verla en San Pedro Garza García.
De igual manera es normal, en Monterrey o Saltillo, conocer la actividad de una ONG cuyos afanes se orientan a preservar los senderos a través de los cuales transitan los animales salvajes, cuando estos se ven interrumpidos por las obras viales, pero resulta anormal encontrar un esfuerzo de esa misma naturaleza en Guerrero o Tabasco.
Insisto: como cualquier generalización la división expuesta no es precisa, pero tampoco tiene el propósito de serlo. La intención es llamar la atención respecto de cómo el segmento social cuyos miembros desbordaron este domingo el Zócalo capitalino es uno cuya presencia no se había consolidado en la geografía social de nuestro país.
Se trata de la temida –por López Obrador– “clase media”, ese colectivo integrado por individuos a quienes habitar el ecuador social les permite adoptar las costumbres del “proletariado” –para salir a marchar, por ejemplo– y, al mismo tiempo, plantear demandas ancladas en el aspiracionismo de quienes tienen la vista puesta en la parte alta de la escalera.
Se trata de individuos inmunes a los mecanismos más groseros de manipulación política desplegados por nuestra clase gobernante, pero suficientemente conscientes de los riesgos inherentes a su posición social como para salir a la calle a levantar la mano empuñada, corear consignas y lanzar un mensaje claro: existo y voto.
No son “borregos” a quienes puede compensarse con una torta y un refresco luego de cumplir la encomienda de hacer bulto. No son autómatas a quienes no les hace falta conocer la razón –menos aún entenderla– por la cual se les citó a las 06:00 de la mañana, en la plaza del pueblo, para abordar el autobús en el cual se les trasladaría al lugar de la manifestación.
Se trata, en su mayoría, de quienes estiran hacia arriba el promedio educativo del país; es decir, de personas cuya formación académica se ubica muy por encima del promedio. Se trata de individuos pensantes a quienes no se convence fácilmente… menos para movilizarse.
Estamos, todo hace indicar, ante la evidencia de una de las mejores noticias para la democracia mexicana: ha terminado de consolidarse la masa crítica necesaria para resistir y combatir con éxito a los déspotas, a los caudillos, a los demagogos profesionales, a los populistas de ocasión.
Se trata de una magnífica noticia de cara al inicio del periodo de campañas del proceso electoral en marcha.
@sibaja3