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Opinión

Mirando hacia afuera

Recuerdos de una vida olvidable

Muchas miradas he conocido, gozado y sufrido. Las peores son las que no recuerdo y las mejores aquellas cuya luz hubiera deslumbrado mi conciencia, en caso de tenerla.

Hay las que matan, como puede saberlo quien se haya enamorado, pero existen otras, que, paradójicamente, aunque invitan a morir, en ese mismo ofrecimiento convidan a vivir.

Recuerdo una de esas miradas que se resiste a salir de mi cabeza, por más que trato de espantarla, igual que intento hacerlo con los buitres que empiezan a volar sobre mí.

“Se estrella muy dentro de tu ser el rostro del hombre que con una insignificante manguera de jardín pretendía hacer frente a un gigante de fuego que se burlaría de mil y una de ellas, pero que defendía así, solo, el patrimonio de sus hijos, ubicado en lo más alto del cerro, literalmente, de la marginación.

“Entendías ahí lo que era la esperanza definida por esa expresión de suprema angustia en la soledad e indefensión, justo al lado del monumental demonio que devora, quizá, con más saña y apetito a los pobres”, escribí hace mucho tiempo acerca de mirada tan necia.

¿Cómo ingresó hasta el fondo de mi alma, si es que la tengo, esa persistente visión?

Todo inició cuando la que juega con el corazón, la que invita a vivir placeres inexplicables, la que une la angustia por lo desconocido con la certeza del gozo que trae hacer lo que se debe hacer, despertó en la madrugada a los bomberos que acompañaba en la Estación Central.

La alarma aún activada despidió a la máquina cuyo rugir de su revolucionado motor advertía sobre la urgencia de la misión.

Primero, el asombroso presagio de un compañero, quien, con anticipación a prueba de fraude, nos platicó en el camino que soñaba que se encontraba en un incendio que tenía lugar justo en la zona de la ciudad a la que finalmente llegamos.

Luego, el recorrido cerro arriba uniendo los tramos de manguera que apenas alcanzaron para llegar al lugar del siniestro. Finalmente, el encuentro inesperado con la mirada de quien, sin pronunciar una sola palabra, desde ese día me sigue hablando.

Nos encontramos súbitamente en el obscuro y estrecho pasillo que conducía al patio de una vivienda que tenía uno de sus cuartos en llamas. En ese sitio imaginé el diálogo que segundos antes pudieron sostener el fuego y quien trataba de salvar lo que pertenecía a sus hijos:

—Es lo poco que tienen quienes más quiero y ¡no voy a permitir que lo devores!
—Si pudiera sonreír en lugar de bramar, no dejaría de hacerlo. ¿Ves la magnitud de mi grandeza y la insignificancia de aquello con lo que pretendes liquidarme? ¿Acaso no observas que pretendes acabar conmigo con un “cuentagotas” y no con una lanza de agua a alta presión?
—Risa debería darme escuchar que con la razón pretendes convencerme deje de hacer aquello que emprendo por amor.

Al final del pasillo mis compañeros y yo relevamos al hombre que trataba de salvar el patrimonio de su familia. Antes nos vimos a los ojos y hablamos sin abrir la boca.

El fuego se defendió furioso, pero finalmente sucumbió. No volví a ver esa persona, que, sin embargo, me sigue viendo.

¿Así de fuertes serán otras miradas?

¿Engañará a la gente de buena fe marchar al lado de ella entornando la vista como si se fuera adalid de la democracia, de ayer olvidado y mañana de inconfesadas aspiraciones?

¿Bastará retornar al Papa su mirada de santidad para acreditar que se poseen méritos suficientes para ocupar hasta un nicho catedralicio?

¿Será suficiente mostrar ojos de inocencia para convencer al país sobre el fin de la corrupción?
¿Exonerará de la toma de malas decisiones en el poder emular el rictus de dolor y la aceptación del mártir que padece juicios injustos en aras de causas justas?

¿Comprobará la vigencia de la nueva política simular rostro de asombro cada vez que se alude a la antigua?

Pocas expresiones hechas acepto tan reales, como aquella que sentencia que “los ojos son la ventana del alma”. Por supuesto, hay ventanas que sólo permiten atisbar la obscuridad de una habitación o de una personalidad que prefiere esconderse en las tinieblas.

Pero ¿si mejor dejara que fueran politólogos u oftalmólogos quienes respondieran las anteriores preguntas con las que, como si fuera gobernante, trato de diferir las respuestas que me debo?

riverayasociados@hotmail.com

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