“¡Muchacho, no seas soberbio!”, gritaba mi abuelita paterna cuando mi adolescencia descontrolada presagiaba una adultez aún más desordenada.
Tras esas palabras seguía la repetición de la historia del joven que desobedeció a sus padres y segundos después fue alzado por una enorme ave de rapiña, situación que en el aire, a decenas de metros de altura, provocó que expresara su arrepentimiento (me imaginaba en su lugar y entendía que no había otra solución), después del cual aterrizó rasguñado y oliendo a azufre, pero completo.
Desde que debía tener uso de razón me declaré escéptico, no obstante, durante muchos años recordé esa imagen y sentí cómo el miedo me hacía cosquillas, aunque ni así dejé de declararme libre de soberbia; es decir, de la ilusión de ser superior a otras manifestaciones de vida o de la ceguera que impide ver que los gusanos habitan lo mismo en el cadáver de un roedor que de un hombre.
Fue hasta que pasé varios años conviviendo con perros y caballos cuando observé que en esencia presentábamos las mismas necesidades, igual fin y mismo mérito para estar vivos, lo que evidentemente hacía a mi soberbia insostenible y reñida con la inteligencia.
Admití que las tres especies muchas veces preferíamos las caricias antes que los alimentos, que teníamos en la seguridad nuestra demanda primaria, que poseíamos la capacidad para establecer lazos permanentes de lealtad y afecto, que clamábamos por compañía en nuestros momentos de dolor y que requeríamos ser parte de un grupo para luchar en equipo por nuestra sobrevivencia, entre otras características en común.
¿Por qué entonces no deshacerse de la soberbia por decisión propia, antes de verla huir en los últimos momentos de la vida? Quizá porque para algunos es la mejor forma de esconderse de sí mismos.
Recuerdo nuevamente cómo aproveché la breve ausencia de sus acompañantes y caminé al lado de aquel candidato a la gubernatura, al que me atreví a externar en voz baja algunas sugerencias sobre su comunicación en público, lo que agradeció con aparente franqueza diciéndome que valoraba mis palabras, pero de manera especial la discreción con la cual las había expresado, por lo que me invitaba a seguir conversando directamente.
Cinco años después, al finalizar una reunión de gabinete, me dirigí al mismo personaje nombrado ya gobernador, quien, sin voltearme a ver, preguntó con tono de molestia al jefe de su oficina por qué hablaba yo con él y no lo hacía a través de mi inmediato superior. En ese momento me quedó clara la concepción de la vida que tiene el soberbio, quien prefiere vestirse de “dios” antes de aceptar su desnudez de humano.
Cuando el individuo es soberbio las consecuencias de su comportamiento, evidentemente, quedan dentro de su ámbito personal; sin embargo, al contar con una posición de poder en una organización empresarial, social o pública esos efectos trascienden a una colectividad a la que su altivez puede poner en peligro, debido a que su distorsionada autopercepción lo hace suponerse propietario de una verdad única a la que deben ajustarse los demás.
Al rehuir la autocrítica que posiblemente supone riesgosa para la careta que lo disfraza de “dios”, no como medio para mejorar su quehacer de mortal que ejerce el poder para beneficio de una comunidad, el gobernante soberbio cambia la apreciación de su esencia de servicio por la afirmación involuntaria de su cobardía para aceptarse falible y comunica la amenaza que significa convertir a los ciudadanos en alimento de su condición.
Además, de la misma forma inconsciente en la que revela lo que pretende ocultar, se convierte en objeto de la burla más cáustica que puede existir, que es la de quien sin querer se mofa de sí mismo y debe mantener serio el rostro mientras los demás se ríen de su persona.
Llega mi mente la ocasión en la cual tramitaba la compra de un equipo de telecomunicación en una pequeña empresa, cuyo propietario pretendía aparecer como próspero hombre de negocios.
“Anda, ve corriendo a la papelería de al lado, pide una copia de la identificación del señor y diles que se las pago al rato”, dijo el empresario a su joven asistente, quien partió tan rápido como regresó. “Que dice el señor de las copias que primero le mande los ¢50 centavos de la impresión, porque ya debe varias”, le informó el empleado en voz alta.
El engaño de uno resiste hasta que la realidad de otros lo derrumba, concluyo una vez más.
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