AUDIENCIA GENERAL. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! El relato del descenso del Espíritu Santo en Pentecostés empieza con la descripción de algunos signos preparatorios - el viento impetuoso y las lenguas de fuego –, y encuentra su conclusión en la afirmación: « Y todos quedaron llenos de Espíritu Santo» (Hch 2,4).
San Lucas – subraya que el Espíritu Santo es quien asegura la universalidad y la unidad de la Iglesia. El efecto inmediato del estar “llenos de Espíritu Santo” fue que los Apóstoles «empezaron a hablar en otras lenguas» y salieron del Cenáculo para anunciar a Jesucristo a la multitud (cf. Hch 2,4ss).
De dos maneras vemos que el Espíritu trabaja por la unidad: por un lado, empuja la Iglesia hacia el exterior, para que pueda acoger a cada vez más personas y pueblos; por otro, la reúne en su interior para consolidar la unidad alcanzada.
El primero de los dos movimientos - la universalidad - lo vemos en Pablo - leemos en los Hechos de los Apóstoles (cfr. 16,6-10) - quiso proclamar el Evangelio en una nueva región de Asia Menor; pero, está escrito, « el Espíritu Santo se lo impidió »; quiso pasar a Bitinia « pero el Espíritu Santo no se lo permitió ».
Se descubre a continuación la razón de estas sorprendentes prohibiciones del Espíritu: la noche siguiente, el Apóstol recibe en sueños la orden de ir a Macedonia.
El Evangelio salía así de su región natal, Asia, y entraba en Europa. El segundo movimiento del Espíritu Santo - el que crea la unidad- lo vemos en acto en el capítulo 15 de los Hechos, en el desarrollo del llamado Concilio de Jerusalén.
El problema planteado es cómo conseguir que la universalidad alcanzada no comprometa la unidad de la Iglesia.
El Espíritu Santo no siempre obra la unidad de repente, con intervenciones milagrosas y decisivas, como en Pentecostés.
También lo hace - en la mayoría de los casos - con un trabajo discreto, que respeta los tiempos y las diferencias humanas, pasando a través de las personas y las instituciones, la oración y la confrontación. De una forma, diríamos hoy, sinodal.
Esto es lo que ocurrió, de hecho, en el Concilio de Jerusalén, para la cuestión de las obligaciones de la ley mosaica que debían imponerse a los conversos del paganismo.
Su solución fue anunciada a toda la Iglesia con las palabras que conocen bien: « Fue el parecer del Espíritu Santo y el nuestro...» (Hch 15,28). San Agustín explica la unidad realizada por el Espíritu Santo con una imagen que se ha convertido en clásica: « Lo que es el alma respecto al cuerpo del hombre, eso mismo es el Espíritu Santo respecto al cuerpo de Cristo que es la Iglesia» [1]. Esta imagen nos ayuda a comprender una cosa importante. El Espíritu Santo no obra la unidad de la Iglesia desde el exterior, no se limita a ordenarnos que estemos unidos.
Él mismo es el «vínculo de la unidad». Él es quien realiza la unidad en la Iglesia.La unidad de la Iglesia es la unidad entre las personas, y no se consigue estableciendo un plan, sino en la vida.
Todos queremos la unidad, todos la deseamos desde lo más profundo de nuestro corazón; sin embargo, es tan difícil de conseguir, incluso dentro del matrimonio y de la familia.
La razón es que cada uno quiere, sí, que se realice la unidad, pero en torno a su propio punto de vista, sin pensar que la otra persona que tiene enfrente piensa exactamente lo mismo sobre «su» punto de vista.
Por este camino, la unidad no hace más que alejarse. La unidad de Pentecostés, según el Espíritu, se consigue nos esforzamos por poner a Dios, y no a nosotros mismos, en el centro. Pidamos al Espíritu Santo que nos ayude a ser instrumentos de unidad y de paz.