1. Tenemos ya más de cinco años escuchando una narrativa política plagada de generalizaciones. Aunque en ocasiones se matizan algunas afirmaciones con un “salvo honrosas excepciones”, la percepción queda instalada: todos los periodistas son mentirosos, todos los funcionarios de la 4T no son como los de antes, todos los empresarios son corruptos, todo el pueblo es bueno y sabio, toda la prensa internacional quiere golpear al actual gobierno morenista, todas las acusaciones contra los familiares del presidente son falsas, y todo un generalizado etc.
2. El primer mandatario saliente y la entrante acaban de coincidir en una de estas universalizaciones, con motivo de la reforma judicial. Él acaba de señalar que prefiere a jóvenes egresados de la carrera de derecho para ser juzgadores, pues “cuando se acaban de titular están llenos de frescura, ideales y entusiasmo para hacer valer la ley… después se echan a perder”. Ella sostuvo que “… sí, que se elijan a los jueces, pero tampoco puede ser que tengan 10 años de experiencia, ya que se van a quedar los mismos”. O sea: jueces jóvenes igual a honestos; viejos, sinónimo de corruptos.
3. Esta pluralización supone que, por el solo hecho de ser un recién egresado, la honestidad es su distintivo y, de la misma manera, el poblar canas y vestir arrugas corporales trae consigo, de manera irremediable, la deshonestidad. Y no tiene por qué ser así. Todos conocemos casos de muchachos -cada vez más– en la función pública que no se distinguen, precisamente, por su honradez. Al mismo tiempo, sabemos de profesionistas probos, que no se cuecen al primer hervor, y que nunca han cedido ante la tentación del dinero o de la transa.
4. Lo que necesitamos son jueces íntegros y competentes, más allá de la edad o experiencia que tengan. Porque ellos no son como los confesores en la Iglesia católica. Me explico. Aunque la gente ha dejado de acudir al sacramento de la reconciliación, al menos no con la frecuencia con que lo hacían hace dos o tres décadas, sigue vigente una consigna. En esos tiempos, cuando un feligrés solicitaba consejo para escoger a un buen sacerdote, capaz de escuchar sus pecados y dar una correcta orientación, la sugerencia era: opta por uno sabio, aunque no sea santo.
5. Y es que: ¿de qué servía descargar el caudal de deslices con un inmaculado varón, pero incapaz de ofrecer una guía adecuada? Por otra parte: ¿cuál es el problema si el que asesora no es congruente? Un ejemplo. Si quien se acusa en el confesionario de ser enojón, recibe como penitencia acudir a una terapia para trabajar su mal carácter: ¿tal recomendación se anula si quien la da, como sucede con frecuencia, padece del mismo mal? Ya Jesús lo sentenció, al referirse a los fariseos: hagan lo que ellos dicen, pero no lo que ellos hacen.
6. Con los jueces es diferente. Y es que un confesor, santo o pecador, sabio o ignorante, no me puede mandar a la cárcel. A lo más al infierno, si es que todavía creo en él. El juez sí. Y ya sea por deficiencias en su formación jurídica, o por acceder a presiones económicas, puede cometer errores e injusticias que afectan la libertad de las personas. La rectitud de los jueces no va a depender de su edad, sino de sus convicciones personales y de mecanismos institucionales que los obliguen a serlo, so pena de ser castigados. Estos son los que necesitamos reformar.
7. Cierre icónico. Dicen que no hay envidia de la buena. Que siempre es mala. Pues positiva o negativa a mí me asalta al ver la lista de escritoras que vendrán a la Feria Internacional del Libro (FIL) en Guadalajara, del 30 de noviembre al 8 de diciembre próximos. Menciono sólo dos, de primerísimo nivel: Rosa Montero e Irene Vallejo. ¿Y en la de nosotros? Con todo respeto para los participantes, y salvo alguna estrella local, no vienen literatos de talla internacional. Nuestra FIL, año con año, desciende. ¿Pero qué tal la cheve y el futbol? En ese consumo nadie nos gana.
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