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Opinión

¿Por qué se parece tanto la polarización en Nuevo León a la forma polarizante de Donald Trump?

Sin Censura

Históricamente, Nuevo León ha sido un espejo de Norteamérica. Por eso, al igual que a los gringos, nos gusta polarizar. En realidad, ningún gobernante exitoso lo ha sido sin polarizar. Y, en Nuevo León, a la manera norteamericana, nos gusta polarizar. Pero nuestro antagonista solía ser el centro del país. Tanto, que el nuevoleonés ha incurrido ocasionalmente en la tentación de independizarse del resto de México. 

“Haz patria, mata un chilango”, era la frase que repetían nuestros abuelos con dudosa (cuanto no repugnante) falta de gracia. 

Se supone que el origen de esta polarización nació, no sin cierta razón, del abandono en que nos mantuvo la capital del país. Luego pasamos a odiar al entonces Distrito Federal por el injusto Pacto Fiscal: dábamos más de lo que recibíamos: $0.20 centavos por cada peso que enviábamos a la Federación. Otra vez, en cierta forma, teníamos algo de razón. 

Nuestra mentalidad norestense está más cerca de Texas que del sur de México (no podría ser territorialmente de otra manera). Nos identificamos más con la BBQ texana que con el mole poblano. De ahí también la queja de los texanos contra la élite política de Washington. 

Del texano presidente Lyndon B. Johnson se quejaban las élites económicas y políticas (comenzando por los hermanos Kennedy) porque comía con la boca abierta. Y de George W. Bush, porque sus modales no eran precisamente elegantes ni hilvanaba con propiedad sus argumentos. 

Se me podrá rebatir que Ronald Reagan también tenía gestos rancheros, pero era pura actuación. Era bueno en su profesión de actor de Hollywood. Sin embargo, su tipo era más bien de crooner con smoking en Las Vegas. Una especie de Frank Sinatra sin bisoñé y con más simpatía. 

Como todo sistema político que se respete y se protege, el mexicano también inventó a su enemigo. Primero fueron tácitamente los Estados Unidos de América. Después, nos hicimos socios comerciales de ellos y Canadá con el TLC de Carlos Salinas de Gortari, ahora T-MEC, y se nos acabó el humor de polarizar contra nuestros vecinos del Norte. 

Con López Obrador, la polarización tampoco fueron enemigos externos, sino internos: los fifís, los conservadores. Así se forjó su esquema polarizante y él sacó una jugada maestra. Su sucesora de Morena ganó la presidencia con 36 millones de votos. 

Los norteamericanos también polarizaron a su manera: por un lado, odiando al régimen de la URSS. Durante toda la Guerra Fría, el enemigo eran los comunistas. El día menos pensado, el padre de familia gringo creía que moriría junto con sus hijos por un ataque nuclear. 

Sin embargo, se derrumbó la URSS, cayó el Muro de Berlín y los otros enemigos externos ya no estaban a la altura de su polarización.

Entonces, buscaron al enemigo adentro. Lo hallaron en las cúpulas del partido rival. No batallaron mucho porque los Padres Fundadores, en Filadelfia, tenían la creencia de que todos los partidos políticos eran “facciones corruptas” (y no andaban tan perdidos en sus juicios). 

Desde que llegó el demócrata Bill Clinton a la Casa Blanca en 1993, y al legislativo lo dominaron los republicanos (a eso se le llama gobierno dividido), el encono subió de tono a lo largo de estos 30 años. 

Surgieron, primeramente, en los 90, figuras polarizantes como Newt Gingrich; más tarde, el Tea Party, y finalmente, para coronar la polarización, un magnate neoyorkino que enamoró a la clase trabajadora: Donald Trump. 

Procesar penalmente a Trump lo volvió irónicamente más heroico. Sufrir dos atentados en esta última campaña presidencial lo volvió, paradójicamente, un mártir. Los grupos extremistas que lo siguen, como Q-ANON o los Proud Boys, pueden ser promotores de teorías conspiranoicas, pero reflejan en su polarización burda una insatisfacción legítima contra las élites que gobiernan las altas esferas. 

En ese sentido, Donald Trump es un disruptor, un outsider, un marginal, un renegado, y, finalmente, un renacido. ¿Cómo no ganar así una elección? 

A la hora en que escribo este artículo, todavía no hay resultados contundentes en el llamado cinturón del óxido. Pero los demócratas tendrían que ganar Wisconsin, Michigan y, sobre todo, Pensilvania, para quedarse con la Casa Blanca. 

A Trump, en cambio, le basta arrebata uno de esos estados para ganar. Su victoria es inminente.

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