El Papa Francisco: Una verdadera alegría se comparte con los demás, y se “contagia”. « Sólo gracias a ese encuentro —o reencuentro— con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada […] Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros? »
AUDIENCIA GENERAL. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! Hoy quisiera detenerme en una tercera realidad vinculada a la acción del Espíritu Santo: los « frutos del Espíritu ».
¿Qué cosa es el fruto del Espíritu? San Pablo ofrece una lista de éstos en su Carta a los Gálatas. Escribe: « el fruto del Espíritu es: amor, alegría y paz, magnanimidad, afabilidad, bondad y confianza, mansedumbre y temperancia » (5,22).
A diferencia de los carismas, que el Espíritu concede a quien quiere y cuando quiere para el bien de la Iglesia, los frutos del Espíritu – repito: amor, gozo, paz, paciencia, amabilidad, bondad, fidelidad, humildad, dominio propio – son el resultado de una colaboración entre la gracia y nuestra libertad.
Estos frutos expresan siempre la creatividad de la persona, en la que « la fe obra por medio de la caridad » (Gal 5,6), a veces de forma sorprendente y llena de alegría. No todos en la Iglesia pueden ser apóstoles, profetas, evangelistas; pero todos indistintamente pueden y deben ser caritativos, pacientes, humildes, constructores de paz, y etcétera.
Entre los frutos del Espíritu indicados por el Apóstol, me gustaría destacar uno de ellos, recordando las palabras iniciales de la exhortación apostólica Evangeliigaudium: « La alegría del Evangelio llena el corazón y la vida entera de los que se encuentran con Jesús.
Quienes se dejan salvar por Él son liberados del pecado, de la tristeza, del vacío interior, del aislamiento. Con Jesucristo siempre nace y renace la alegría. » (n. 1).
A veces habrá momentos tristes, pero siempre existirá la paz. Con Jesús existe la alegría y la paz. La alegría, fruto del Espíritu, tiene en común con cualquier otra alegría humana un cierto sentimiento de plenitud y satisfacción, que hace desear que dure para siempre. Pensemos juntos: la juventud, pasa rápidamente, ¿la salud, las fuerzas, el bienestar, las amistades, el amor... duran cien años?
Por otra parte, aunque estas cosas no pasaran rápidamente, después de un tiempo ya no son suficientes, o incluso se vuelven aburridas, porque, como dijo San Agustín a Dios: « Nos hiciste, Señor, para ti, y nuestro corazón está inquieto hasta que descanse en ti » [1].
Existe la inquietud del corazón por buscar la belleza, la paz, el amor, la alegría. La alegría del Evangelio, a diferencia de cualquier otra alegría, puede renovarse cada día y volverse contagiosa.
« Sólo gracias a ese encuentro — o reencuentro — con el amor de Dios, que se convierte en feliz amistad, somos rescatados de nuestra conciencia aislada [...] Allí está el manantial de la acción evangelizadora. Porque, si alguien ha acogido ese amor que le devuelve el sentido de la vida, ¿cómo puede contener el deseo de comunicarlo a otros?»
Esta es la doble característica de la alegría que es fruto del Espíritu: Una verdadera alegría se comparte con los demás, y se “contagia”.
Hace cinco siglos, vivía en Roma un santo llamado Felipe Neri. Él pasó a la historia como el santo de la alegría. A los niños pobres y abandonados de su Oratorio les decía: “Hijos, estén alegres; no quiero escrúpulos ni melancolía; me basta con que no pequen”.
Y todavía: “¡Sean buenos, si pueden!”. San Felipe Neri sentía un amor tal por Dios que a veces parecía que el corazón le iba a estallar en el pecho. Su alegría era, en el sentido más pleno, un fruto del Espíritu.
Y tenía esta característica de Jesús: perdonaba siempre, perdonaba todo. Escuchen bien: Dios perdona todo, Dios perdona siempre. Y esta es la alegría: ser perdonados por Dios. A los sacerdotes ya los confesores siempre digo: perdonen todo, no preguntar mucho, pero perdonar todo, todo y siempre.