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Opinión

Permiso sagrado para estar en agonía

Espiritualidad

Vivimos esta vida “gimiendo y llorando en un valle de lágrimas”. Esta fue parte de una oración que mis padres rezaban todos los días de su vida adulta, al igual que muchos otros de su generación. 

A la luz de las sensibilidades contemporáneas (y de las espiritualidades unilaterales), esto puede parecer morboso. ¿Debemos entender nuestras vidas como momentos de duelo en un mundo que no puede brindarnos felicidad? ¿Es esto realmente lo que Dios quiere de nosotros?

Tomándolo sin matices, esto puede resultar realmente morboso. Dios no nos puso en este mundo para sufrir para poder ir al cielo. No. Dios es un buen padre. Los buenos padres traen a sus hijos a este mundo con la intención de que florezcan y encuentren la felicidad. 

Entonces, ¿por qué nuestra fe cristiana podría pedirnos que nos entendamos como gimiendo y llorando en un valle de lágrimas?

Para mis padres, esa frase trajo un cierto consuelo, es decir, que sus vidas no tenían qué ofrecer la sinfonía completa, el cielo en este momento. Les dio permiso sagrado para aceptar que en la vida habrá decepciones, sufrimiento, pobreza, enfermedades, pérdidas, sueños frustrados, desamor, incomprensiones y muerte. 

Nunca esperaron demasiado y comprendieron que es normal experimentar dolor y decepción. 

Paradójicamente, al aceptar esta limitación, pudieron darse permiso para disfrutar plenamente de los buenos momentos de la vida sin sentirse culpables.

Mi temor es que no nos estemos equipando a nosotros mismos ni a la próxima generación con las herramientas necesarias para afrontar la frustración, la decepción y la angustia sin derrumbarnos en la fe (y a veces también en la psique y el cuerpo). 

Hoy en día, en su mayor parte, nuestra expectativa normal es que no nos encontremos gimiendo y llorando, sino que la vida debería ofrecer una sinfonía completa. Ya no sentimos que tenemos permiso sagrado para llorar.

La espiritualidad que respiramos hoy en nuestras iglesias, teólogos y escritores espirituales tiene muchos puntos fuertes (así como la que respiraban mis padres tenía sus debilidades). Sin embargo, en mi opinión, la mayoría de las espiritualidades actuales no dejan suficiente espacio para el duelo, una laguna que comparte la mayor parte del mundo secular.

No estamos dando suficiente espacio al dolor, ni en nuestras iglesias ni en nuestras vidas. No estamos dando a las personas las herramientas que necesitan para manejar la frustración, la pérdida y el dolor, ni cómo llorar cuando se ven acosados por ellos. Fuera de nuestros rituales funerarios, dejamos muy poco espacio para el dolor. 

Peor aún, tendemos a dar la impresión de que algo anda mal en nuestra vida si hay lágrimas. 

¿Cuál es el lugar y el valor del duelo?

En primer lugar, como explica poéticamente Karl Rahner, es una forma de aceptar que “en el tormento de la insuficiencia de todo lo alcanzable acabamos aprendiendo que aquí en esta vida no hay una sinfonía terminada”. El duelo es también, como escribe Rachel Naomi Remen, una forma fundamental de autocuidado. El no llorar, ella sostiene, es negar nuestra propia plenitud. 

La gente se agota porque no llora. La novelista británica Anita Brookner repite un estribillo particular en varios de sus libros. Al comentar sobre el matrimonio, sugiere que “la primera tarea en un matrimonio es que la pareja se consuele mutuamente por el hecho de que no pueden no decepcionarse mutuamente”.

Mis padres no leyeron a Karl Rahner, Rachel Noami Remen o Anita Brookner; sin embargo, en su oración diaria se recordaban a ellos mismos que en esta vida no hay una sinfonía terminada, que el duelo es un autocuidado saludable y que es reconfortante aceptar que ninguno de los dos podría ser nunca suficiente para el otro, ya que sólo Dios puede proporcionar eso.

¿Qué necesitamos para llorar? Nuestra condición humana y todo lo que conlleva; es decir, la no- permanencia, la pérdida de nuestra juventud, la pérdida de un cuerpo joven, las heridas, las traiciones, los sueños frustrados, el desamor, la pérdida de seres queridos, la muerte de nuestras lunas de miel, el perenne fluir de personas, lugares e instituciones a través de nuestras vidas, y luego desaparecen, nuestra incapacidad de no decepcionar a los demás, la pérdida de nuestra salud y nuestras eventuales muertes, eso es lo que necesitamos llorar.

¿Y cómo lloramos? Jesús nos dejó un modelo para esto cuando se lamentó en el huerto de Getsemaní. ¿Qué hizo cuando, como dicen los Evangelios, se vio reducido a “sudar sangre” ante su propia muerte inminente? Oró, hizo una oración que expresaba abierta y honestamente su agonía, que reconocía su distancia de los demás dentro de este sufrimiento, que reconocía su propia impotencia para hacer algo para cambiar la situación, que suplicaba repetidamente a Dios que alterara las cosas, pero que expresaba una confianza en Dios a pesar de la oscuridad presente. Así lloró Jesús.

Si Jesús lloró, nosotros también debemos hacerlo. El discípulo nunca es superior al maestro.

Además, podemos aprender de Jesús que lamentarse y llorar en nuestras vidas no significa necesariamente que algo ande mal. Bien podría significar que aquí es donde debemos estar.

Nosotros tenemos un permiso sagrado para estar algunas veces en agonía.

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