Días atrás, vivimos un altercado entre los líderes parlamentarios de Morena. Adán Augusto López y Ricardo Monreal se dieron con todo; es el primer síntoma del poder hegemónico y su descomposición política.
Podemos dar múltiples lecturas al intercambio de acusaciones; lo cierto es que dos “perros de rancho” se enfrentaron. Es oportuno aclarar que la expresión no es peyorativa. En las comunidades rurales de Nuevo León, se usa la frase: “me tratas como perro de rancho”, la cual se completa diciendo: “me amarras cuando hay fiesta y me sueltas cuando hay pleito”.
Adán y Ricardo son operadores políticos curtidos en la trinchera. Un gran elogio sería decirles que son “perros bravos de rancho”. La interrogante es si el dueño los soltó o se soltaron solos. ¿El expresidente aún controla al otro López?
Fue Adán quien lanzó el primer ataque, que pretendía ser aniquilador; sin embargo, topó por el cuero duro y colmillo retorcido del zacatecano, quien pareciera juega su propio partido y no bajo las órdenes de alguien más.
El sábado pasado, en una reunión con amigos entrañables, que además son buenos analistas políticos, escuché decir que la hegemonía de Morena duraría al menos tres generaciones. Mi respuesta fue que no, a lo mucho una, y pasada.
¿Respondí por preferencias antimorenistas, porque así lo deseo, o porque quisiera mayor competencia política? No.
Mi respuesta responde al poco conocimiento histórico con el que cuento sobre la vida política en México.
El peor error de Morena ha sido aniquilar a la oposición, dejarla en calidad de inútil políticamente hablando, sin capacidad para negociar o ser comparsa en momentos cuando la política lo demande.
En México, actualmente no existe la oposición: no en número dentro del Poder Legislativo, no en el poder federalista de los estados y no en credibilidad entre la ciudadanía.
Para Morena sería ideal que hubiera un mínimo de oposición con la cual negociar; le ayudaría mucho para legitimarse en algunas decisiones difíciles y para hacerle el trabajo sucio cuando se requiera, como es el caso de los ataques de López a Monreal.
En 203 años de iniciada la transición de colonia a nación independiente y 200 años de vida constitucional, la falta de oposición ha provocado grandes crisis en los movimientos transformadores.
Agustín de Iturbide secuestra el poder político y, en un acto de reconciliación con los grupos, empodera a personajes disímbolos.
Esto le lleva a la caída. Pero vayamos atrás, en la insurgencia: las disputas internas entre Hidalgo y Allende, luego entre Morelos y Rayón, provocaron la muerte de los insurgentes, sobreviviendo sólo Rayón.
En el siglo XIX, luego de casi 45 años de disputas internas por el poder entre dos fracciones igual de poderosas, triunfa y queda sin oposición la fracción liberal, republicana y democrática. Las consecuencias son las mismas que actualmente en Morena: se resquebraja el grupo hegemónico, gana el poder unipersonal de Porfirio Díaz y gobierna con una fracción.
Años después, los perdedores se aglutinan y renacen en la Revolución Mexicana, un movimiento que, al triunfar y no tener enemigo enfrente, se agrieta en al menos dos grandes bandos que a su vez están fracturados: por un lado, los caudillos revolucionarios, y por el otro, los caciques con mayores luces políticas.
Al final de la Revolución, queda sólo en el escenario el PRI, que, luego de poco más de 40 años de hegemonía, se desmorona para dar vida a sus enterradores.
Si Morena quiere seguir en la hegemonía, provocará su autodestrucción. Sus aniquiladores saldrán desde sus entrañas, como ha sucedido siempre.