En las fronteras de todo el mundo encontramos hoy refugiados, millones de ellos. Son fácilmente demonizados, vistos como una molestia, una amenaza, como invasores, como criminales que huyen de la justicia en sus países de origen.
Sin embargo, en su mayoría son personas decentes y honestas que huyen de la pobreza, el hambre, la victimización y la violencia. Estas razones, que los llevaron a huir de sus países de origen, sugieren firmemente que la mayoría de ellos no son criminales.
Independientemente del hecho de que la mayoría de ellos son buenas personas, todavía se los ve en casi todas partes como un problema. ¡Tenemos que mantenerlos fuera! ¡Son una amenaza! De hecho, los políticos utilizan con frecuencia el verbo “invasión” para describir su presencia en nuestras fronteras.
¿Qué se puede decir sobre esto? ¿Dejamos entrar a todos? ¿Seleccionamos juiciosamente entre ellos, dejando entrar a algunos y dejando fuera a otros? ¿Levantamos muros y alambre de púas para bloquear su entrada? ¿Cuál debe ser nuestra respuesta?
Estas cuestiones deben examinarse desde dos perspectivas: pragmática y bíblica. Pragmáticamente, se trata de un problema enorme. No podemos simplemente abrir todas las fronteras y dejar que millones de personas ingresen en masa a nuestros países.
Eso no es realista. Por otro lado, no podemos justificar nuestra renuencia a permitir que los refugiados ingresen a nuestros países apelando a la Biblia, a Jesús o a la racionalización ingenua de que “nuestros” países son nuestros y tenemos derecho a estar aquí mientras que otros no, a menos que les permitamos la entrada.
¿Por qué no? Para los cristianos, hay una serie de principios bíblicos no negociables en juego aquí. Primero, Dios hizo el mundo para todos. Somos administradores de una propiedad que no es nuestra. No somos dueños de nada; Dios sí, y Dios hizo el mundo para todos. Ese es un principio que ignoramos con demasiada facilidad cuando hablamos de prohibir que otros ingresen a “nuestro” país.
Resulta que somos administradores aquí, en un país que pertenece al mundo entero. En segundo lugar, la Biblia, en todos los Testamentos, es clara (y contundente) al exhortarnos a acoger al extranjero y al inmigrante. Esto está presente en todas partes en las escrituras judías y es un motivo fuerte en el corazón mismo del mensaje de Jesús.
De hecho, Jesús comienza su ministerio diciéndonos que ha venido a traer buenas noticias a los pobres. Por lo tanto, cualquier enseñanza, predicación, práctica pastoral, política o acción que no sea una buena noticia para los pobres no es el evangelio de Jesucristo, cualquiera que sea su conveniencia política o eclesial.
Y, si no es una buena noticia para los pobres, no puede revestirse del evangelio o de Jesús. Por lo tanto, cualquier decisión que tomemos con respecto a los refugiados e inmigrantes no debe ser antitética al hecho de que los evangelios tratan de llevar buenas noticias a los pobres.
Además, Jesús lo deja aún más claro cuando identifica a los pobres con su propia persona («Lo que hagáis al más pequeño de mis hermanos, a mí me lo hacéis») y nos dice que al final del día seremos juzgados por cómo tratamos a los inmigrantes y refugiados («Apartaos de mí, porque fui forastero y no me acogisteis»).
Hay pocos textos en las Escrituras tan crudos y desafiantes como este (Mateo 25, 35-40). Por último, también encontramos este desafío en las Escrituras: Dios nos desafía a acoger a los extranjeros (inmigrantes) y a compartir nuestro amor, comida y ropa con ellos porque nosotros mismos fuimos una vez inmigrantes (Deuteronomio 10, 18-19).
Y esto no es sólo un axioma bíblico abstracto, especialmente para nosotros que vivimos en América del Norte. A excepción de las naciones indígenas (a quienes desplazamos a la fuerza), todos somos inmigrantes aquí y nuestra fe nos desafía a no olvidar nunca esto, sobre todo cuando tratamos con personas hambrientas en nuestras fronteras.
Por supuesto, quienes hemos estado aquí durante varias generaciones podemos argumentar moralmente que hemos estado aquí mucho tiempo y que ya no somos inmigrantes. Pero tal vez se pueda argumentar moralmente de manera más convincente que puede ser bastante egoísta cerrar las fronteras una vez que nosotros mismos estamos dentro.
Estos son desafíos bíblicos. Sin embargo, después de afirmarlos, todavía nos queda la pregunta práctica: ¿qué hacemos nosotros (y muchos países del mundo) de manera realista con los millones y millones de hombres, mujeres y niños que llegan a nuestra frontera? ¿Cómo honramos el hecho de que la tierra en la que vivimos pertenece a todos? ¿Cómo honramos el hecho de que, como cristianos, tenemos que pensar primero en los pobres?
¿Cómo nos enfrentaremos a Jesús en el juicio cuando nos pregunte por qué no lo recibimos cuando estaba disfrazado de refugiado? ¿Y cómo honramos el hecho de que casi todos somos inmigrantes y vivimos en un país que le quitamos por la fuerza a otra persona?
No hay respuestas fáciles a esas preguntas, aunque al final del día todavía tenemos que tomar algunas decisiones políticas prácticas. Sin embargo, en nuestro pragmatismo, al resolver esto, nunca deberíamos confundirnos sobre de qué lado están Jesús y la Biblia. www.ronrolheiser.com