Moisés es el gran profeta del Antiguo Testamento, es el mediador entre Dios y su pueblo. No se dedica a hablar simplemente al vacío, sino que Moisés como gran profeta del pueblo de Israel, se convierte con su enseñanza en maestro y forjador de su pueblo. Pablo en su carta a los Corintios deja muy claro que tanto la soltería, el matrimonio o el seguimiento de Jesús, como estados de vida, tienen un sentido y objetivo muy claro, buscar vivir constantemente y sin distracciones en presencia de Dios. Pablo, como profeta del Nuevo Testamento, imparte su enseñanza sobre los estados de vida, como caminos para vivir la dedicación y entrega a los demás.
Jesús en el Evangelio “enseña con autoridad” y expulsa todo tipo de males. Estas acciones de Jesús: enseñar, expulsar el mal del hombre y liberarlo, manifiestan su divinidad y su misión. Jesús es presentado, frecuentemente, en los evangelios como el maestro “que enseña con autoridad”.
En el gran mercado de la palabra y de la enseñanza, hoy existente y agobiante, no es fácil encontrar una palabra viva y vivificadora. Hay lecciones y enseñanzas de todo tipo en nuestro tiempo, pocas materias logran cubrir una materia que el hombre de hoy necesita: esperanza. Vemos en Moisés, en Pablo y sobre todo en Jesús, cómo vienen a enseñar y ofrecer un sentido diferente a la vida de los que les escuchan.
Jesús ofrece un sentido de esperanza curando y aliviando los males físicos y espirituales; Pablo ofrece un sentido de esperanza iluminando el estado de vida al que Dios les llama; Moisés ofrece y enseña un camino de esperanza en el trayecto hacia la tierra de la gran promesa de liberación y sanación al pueblo de Israel.
Por otro lado, ¿Cuántas palabras, cuántas “enseñanzas”, llegan hoy al oído del hombre, del cristiano? Millones. Entre todas esas millones de palabras, ¿dónde está la palabra que dé vida y alimente el alma, que dé sentido de esperanza? El maestro cristiano, actualizando la enseñanza de Jesús debe decir palabras de esperanza, palabras con fuerza de eternidad, que no pasen sino que perduren, den sentido y sirvan de sostén a todos los que las escuchan.
Ante esta realidad, de la formación cristiana, uno siente la tentación de preguntarse por qué a veces son tan aburridas las pláticas de preparación para los sacramentos, las clases de religión o las homilías dominicales. ¿Qué estamos haciendo con la Palabra Viva que da sentido a nuestras realidades? ¿Por qué, siendo viva, no logra vivificar el corazón del predicador cristiano y del oyente? Algo está pasando que hace de la Palabra viva y eficaz una palabra quizá estéril y muerta, o al menos sin garra o impulso vital y transformador.
Tenemos que darnos la oportunidad de encontrarnos con la Palabra de Dios en la oración, hacerla experiencia vivificante y compartirla en el ámbito familiar, eclesial y docente con fuerza, llenando de sentido y esperanza nuestro entorno.
Cuando la palabra del cristiano, llamado a compartir su fe, no es viva, llena de fuerza y esperanza, no podemos esperar otra actitud sino el aburrimiento y el rechazo. Pero, ¿por qué, incluso cuando la palabra está llena de vida e infunde vida, no es escuchada ni recibida? Ya Jesús tuvo que enfrentar este rechazo de su Palabra, porque los hombres encontraban “duras” sus enseñanzas.
Pablo, ¿no tuvo acaso que hacer frente a tantos que no mostraban interés por su Evangelio o simplemente lo rechazaban? No tengamos miedo a tocar los corazones con la fuerza del Evangelio, purificando de lo que haya de nosotros mismos, para que sea la enseñanza de Dios la que transforme y tonifique el corazón de los oyentes.
No nos debe extrañar que la Palabra de Dios, sea como un antes y un después, que divide a los hombres entre quienes la reciben o la rechazan. La Palabra de Dios se escucha en la libertad y para hacer hombres libres, pero hay quienes eligen ejercer su libre albedrío rechazando la fuente de la libertad.
La Palabra de Dios es como una semilla que cae en tierra buena, pero está dura, no tiene profundidad, está repleta de hierbajos. Es Dios quien con su gracia limpia y cultiva su campo, de modo que los hombres, aprendamos a ser sólo instrumentos, del “Maestro”, a ser palabra de la “Palabra”, a compartir la esperanza de Dios y no la esperanza humana.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, ruega por nosotros.