“Es nuestra luz, no nuestra oscuridad, lo que más nos asusta”.
Nuestro miedo más profundo, por insólito que parezca, es el hecho de aceptar que somos poderosos sin medida. Y dudamos: ¿Quién soy yo para ser brillante, bello, talentoso, fabuloso?... y la pregunta que debes hacerte en realidad es: ¿Quién eres tú, para no serlo? Todos estamos destinados a brillar, así como los niños.
Nacimos con la luz en nuestro interior, para hacer manifiesto lo glorioso que está dentro de nosotros. En la medida en que permitimos que nuestra luz brille, inconscientemente le damos permiso a otras personas que hagan lo mismo. Al liberarnos de nuestro propio miedo, nuestra presencia automáticamente libera a otros.
Para entender el motivo por el cual dudamos de este poder innato para brillar, necesitamos conocer nuestra herida emocional primaria que surge la primera vez que experimentamos la separación.
Es una experiencia traumática en la que nos damos cuenta del “yo y el otro”. Sucede por primera vez, a los ocho meses, y se llama angustia de separación. Aquí el bebé se da cuenta que está separado de su madre y él es otra persona.
Esto le genera un shock traumático (herida narcisista), donde la experiencia de separación impacta al sistema nervioso provocando dicha herida. La herida de separación: Es la herida inevitable del “yo soy”, el yo que me separa de la unidad. El dolor de ser quien soy, es un descubrimiento que, por un lado, nos asombra y por el otro nos da miedo, nos duele.
En este trauma, generamos una falsa creencia de nosotros mismos para explicarnos la separación y pensamos: “Estoy separado porque yo no valgo”, “Estoy separado porque soy inadecuado”, “Estoy separado porque no existo”, “Estoy separado porque soy impotente”.
Así es como pasamos el resto de nuestra vida lidiando con el trauma, tratando de superarlo, sanarlo, resistirnos a él, esconderlo, resolverlo, transformarlo, o “espiritualizarlo”. Como resultado de esta falsa conclusión, las personas pueden pasar el resto de su vida actuándolo para probar que eso es verdadero, o tratando de superarlo, o probar que no es verdadero.
Si pudiéramos entender que el proceso de separación es natural, no intentaríamos tratar de justificar nuestra existencia por el resto de nuestra vida. La naturaleza de la herida es que duela. Más que cerrar la herida y suturarla, lo importante es mantenerla limpia y que no se infecte. Eso es lo que hace la conciencia.
La herida nos ofrece experimentar nuestra luz que viene de dentro (la iluminación nunca viene de afuera, aunque se comparta la luz con otros y se expanda). La herida quiere ser entendida y cuidada, abrazada, apapachada. Nunca ignorada.
Si hacemos caso de esto, encontraremos el pasadizo hacia nuestra propia luz. Ahí, es cuando la herida es la oportunidad misma para poder brillar.