El libro del Levítico nos narra lo difícil que era vivir con lepra. Hoy, sin tener lepra sino miseria y pobreza, también se viven situaciones difíciles. La exclusión y el descarte que hacemos de muchos, equivale a ese antiguo rechazo social. Cuánto tenemos que reflexionar los cristianos de este tiempo. Cuánto falso puritanismo que nos ha llevado a un rechazo social, religioso y personal de muchos hermanos que viven situaciones que no podemos juzgar, situaciones que no nos damos la oportunidad de entender y de abrazar.
Pablo nos invita a no ser motivo de escándalo para nadie y nos pide no buscar nunca el interés propio, sino el de los otros. El pecado es como una enfermedad de muerte, es como la lepra, destruye la vida temporal y eterna del hombre. Por eso, debemos hacer todo para la “Gloria de Dios”, desde darle a Dios el lugar que le corresponde, y saber poner por encima de nuestros prejuicios a todas las personas en el centro de nuestro corazón. Pablo hace esta hermosa afirmación y recomendación, que constituye todo un programa de vida.
En el Evangelio nos encontramos con la escena de Jesús frente a un leproso, sin distancia, sin prohibiciones, y con la confianza e ilusión con la que el leproso le dice: “si quieres puedes curarme”, desde luego, la respuesta de Jesús es inmediata ante la fe sencilla de aquél enfermo: “sí quiero, sana”. De manera muy clara, constatamos el poder de Jesús que perdona los pecados y cura al leproso de su enfermedad. Esta escena nos deja claro un signo fuerte del poder de Jesús cuando cura. Jesús revela su poder sobre las fuerzas naturales y su misericordia ante la desgracia del hombre. En tiempos de Jesús, un hombre que sufría la lepra era alejado de la comunidad.
Es sorprendente cómo el leproso se acerca a Jesús, contra la ley que lo prohibía. Ningún leproso podía acercarse a donde se encontraban los miembros de la comunidad. Debía vestirse con andrajos y gritar a lo lejos “impuro, impuro”. “se acercó un leproso y suplicándole de rodillas...”. Su audacia fue premiada con las palabras de Jesús. De aquí se sigue que todo aquel que se encuentre con una enfermedad de muerte en su alma, todo aquel que descubra en su alma pecados inconfesables, debe con confianza acercarse a Jesús, rico en misericordia y capaz de curar hasta la más grave de las enfermedades.
Muchas veces la conciencia de pecado crea una nueva obscuridad y el pecador ya no se atreve a acudir al médico que lo limpie y la salve. Así va acumulando pecado tras pecado y su situación se va haciendo siempre más trágica. Es necesario romper ese círculo vicioso y tener la valentía del leproso que se postra a los pies de Jesús entreviendo el desenlace: “Si quieres, puedes limpiarme”.
Jesús siente una profunda misericordia por aquél leproso como la siente por cada uno de nosotros. La situación de marginación de aquél hombre, su sufrimiento físico, su vida sin sentido, no podían dejar a Jesús indiferente. La compasión de Jesús es mucho más que un sentimiento de pena, de dolor por el mal ajeno. Es más bien, una pasión que hace todo lo necesario para aliviar el sufrimiento ajeno y que se traduce en actos concretos de amor y misericordia.
Jesús extiende su mano y toca al leproso, me toca a mí, toca mis situaciones y problemas, toca mi corazón. Tocar a un enfermo era un acto que la ley judía prohibía gravemente, con el fin de salvaguardar a la comunidad y evitar el contagio. Jesús, por encima de esta ley, pone el amor misericordioso del Padre y dice con plena autoridad: “quiero, queda limpio”. Jesús hace ver a aquél hombre que tiene el beneplácito de Dios, que Dios lo ama y quiere que viva, como también me lo hace sentir a mí, si sé acercarme de la misma manera, con la misma intensidad de esperanza y fe.
Hacer todo para la “Gloria de Dios”, como nos invita Pablo, implica un gran compromiso, es decir, mis obras no buscan la gloria personal, no buscan la vanidad o la vanagloria, el egoísmo... busquemos hacer todo para la “Gloria de Dios”, por encima de un entorno que muchas veces nos dice lo contrario, que nos ofrece sólo la gloria personal. Que Dios se manifieste en mi vida, en lo pequeño y en lo grande, en la vida de familia y en el trabajo, en el estudio y en los momentos de prueba, que sea Jesús el que resplandezca como resplandeció en la vida de aquél confiado y esperanzado leproso del Evangelio.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, ruega por nosotros.