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Opinión

Ensalada navideña

Recuerdos de una vida olvidable

Si el tiempo es capaz hasta de socavar complejos, ¿qué no hará con las ilusiones y prejuicios?

El último mes del año es favorable para reflexionar, entre otras cosas, sobre los efectos del tiempo en las percepciones, como lo constaté en la reunión que tuve con el alcalde de una ciudad de la frontera tamaulipeca para revisar su tradicional mensaje navideño.

El presidente municipal era un profesionista de carácter recio, marcado acento norteño y con la fidelidad al PRI que motivaba en esa etapa de la historia saberse parte de un partido hegemónico, con un liderazgo que prefería premiar la abyección antes que la dignidad (rasgo común hasta la actualidad en las franquicias políticas).

Como era habitual en él, cubierto por un sombrero vaquero y citando expresiones populares me pidió leerle la propuesta del texto a reproducir en los medios contratados por el ayuntamiento, disponiéndose a escucharlo con la atención y el respeto que inmerecidamente siempre me otorgó.

—En esta época decembrina…—hasta ahí pude leer ante de ser educada, pero inmediatamente interrumpido.

—¿Qué quiere decir eso?… cámbiale, por favor —pidió—¿Pa’ qué quieres que al rato me digan “El Decembrino”?

Este 25 de diciembre, a más de 20 años de evitar la inscripción de “El Decembrino” en la historia municipal, evoco la figura de ese alcalde, tal vez no de amplio vocabulario, pero sí de gran corazón, como lo fui descubriendo cuando el tiempo me permitió conocer sus obras sociales más allá de los rubros del 115 constitucional.

Algo más: aunque me debato entre saber si fue un acto de valor o inconsciencia, en su momento rechazó la “invitación” del gobernador para ceder su puesto a cambio de otro de mayor rango. Siguió siendo priista, pero no fue abyecto, debo admitir hoy.

Mi formación o deformación inició en la temprana amistad que tuve en mi ciudad natal con integrantes de la Universidad Nacional Autónoma de México, quienes con su mayor edad y visión del arte, filosofía y goce de la vida contribuyeron para que empezara a entender que el mundo era dinámico.

Sin proponérselo, en la adolescencia me enseñaron lo mismo a confrontar las visiones de los opresores y oprimidos, que a salir avante de épicas francachelas, al convertir burlas en refuerzos positivos para ser diferente. Sus pullas expresadas en reuniones en las que me preguntaban: “¿Quiere el niño que le sirvamos mejor su chocolatito?”, me ayudaron a mantenerme alejado del alcohol, por supuesto no de otras tentaciones.

Unos cuantos años antes de mi temprana convivencia con universitarios esperaba con fe la llegada del Niño Dios (Santa Claus no existió en mi formación infantil) y de los Tres Reyes Magos. Juro que no mentí cuando dije a mis padres que el mediodía de un 6 de enero apareció entre brillos, detrás de un sillón, el balón de futbol americano que había pedido y estaba fuera del hallazgo matutino de mis juguetes bajo el árbol navideño.

Fueron suficientes unas cuantas navidades después para deliberar acerca del sentido de la justicia de esos benefactores sobrenaturales, que mientras anualmente me dejaban recados exhortándome a portar bien y estudiar, seguían complaciendo mis peticiones epistolares, lo que no hacían con muchos niños de mejor comportamiento y desempeño escolar viviendo en colonias marginadas. La flagrante injusticia pronto apabulló mi ilusión.

Sin embargo, la Navidad puede ser aún más complicada cuando en la tercera edad siguen desapareciendo ilusiones como las sexenales acerca del arribo de la justicia social sin maquillaje, que ni repetidas mil veces distribuyen mejor la riqueza, curan la enfermedad y erradican la miseria y los abusos.

Esta evocación del poder para transformar percepciones, medible por el reloj, podría concluirla con un par de miradas:

Una la dirigiría hacia el medio político nacional para encontrar, y quizá hasta comprender, a ciertos dueños de partidos políticos y depositarios de la esperanza mayoritaria, a quienes la ruta de los años condujo desde el deseo hasta la traición.

En otra, atisbaría mi interior para preguntarme si volvería a tomar las decisiones que hace tiempo alimentaron la ilusión de suponerme idealista, pero que hoy comprometerían el surtido de la despensa.

Ni hablar: en mi juventud leí a Marx y soñé con un mundo libre de explotadores, pero en mi decrepitud, por lo pronto, disfruto cada una de las repeticiones de la Familia P. Luche. No, no soy líder del Partido del Trabajo ni de ninguna otra franquicia similar.

 


riverayasociados@hotmail.com

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