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Opinión

Convertirnos y renovarnos en el Amor

Las cartas sobre La mesa

La meditación del amor de Dios hacia cada uno de nosotros, es una de las más hermosas y profundas, que podemos hacer. Detenernos a pensar cuánto valemos para Dios, que no se cansa de apostar por nosotros, debe de comprometernos con el Amor en mayúscula, con Jesús. Leemos en la Escritura: “tanto amó Dios al mundo...”, y podemos añadir “tanto sigue amando Dios al mundo”… que sigue en pie su apuesta y compromiso por nuestra salvación. 

Ese amor infinito de Dios ha recorrido un largo camino en la historia de la salvación, antes de llegar a expresarse en forma definitiva y última en Jesús, como leemos en el Evangelio. En el libro de las Crónicas leemos cómo Dios nos muestra en acción el amor de un modo sorprendente, como ira y castigo, para así suscitar en el pueblo el arrepentimiento y la conversión. 

La carta a los Efesios resalta por una parte nuestra falta de amor que causa la muerte, y el amor de Dios que nos hace retornar a la vida, gracias a la pasión, muerte y resurrección de Jesús. En todo y por encima de todo, el amor de Dios en Jesús, en Jesús que es Amor y nos enseña a vivir en el auténtico amor.

“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Toda la historia de la salvación, encuentro profundo de Dios con el hombre, como se presenta en la Biblia, es una historia impresionante de amor. Dios que por amor crea, da la vida, elige a un pueblo para hacerse presente entre los hombres, se hace carne en Jesús para salvarnos desde la carne... y el hombre que por orgullo rechaza el amor buscando autocrearse, autodonarse la vida, autosalvarse con la ciencia y la técnica, etc.

Parecería que el hombre entiende al revés la propuesta salvífica de Dios. Y aún así, Dios es paciente y misericordioso, y enseña al hombre a deletrear en su mente y en su vida el amor, pero muchas veces el hombre sólo es capaz de pronunciar el egoísmo, el odio o al menos la indiferencia... Parecería que Jesús en lugar de ser la forma suprema del amor divino, fuese al contrario causa de su turbación, de su sentimiento de fracaso, de su frustración. 

¿Qué sucede en el corazón humano para que no pueda descubrir en Jesús la sublimidad del amor de Dios? Sucede que no se da la oportunidad, la oportunidad de ver, escuchar y sentir ese amor que sana, que renueva, que libera y dispone a vivir en la libertad propia del amor.

Los textos litúrgicos, de este fin de semana, nos han mostrado que el amor para Dios es darse, entregarse, buscar el bien de la persona amada. Sabemos bien, que este amor no es el más frecuente entre los hombres, ni resulta fácil. Es más frecuente encerrarse en la propia vida siendo uno mismo sujeto y objeto de su amor. Es más frecuente aprovecharse del otro para satisfacción del propio yo, de los propios intereses, gustos, pasiones. 

Es más frecuente buscar nuestro bien, que querer el bien de los demás; querernos bien a nosotros mismos en lugar de hacer el bien al prójimo. Es más fácil no darse, no hacer nada por los demás, no ayudar a quien sufre necesidad, no colaborar en las diversas actividades de la parroquia, no buscar formas concretas de amar a Dios, a nuestros seres queridos, a nuestros hermanos en la fe, a los hombres independientemente de su religión, raza o condición.

Con todo, en la mayoría de los casos lo que es más frecuente y fácil no es lo mejor ni siquiera para nosotros mismos. Hemos de convertirnos y renovarnos al Amor: ese amor que actúa en nosotros porque Dios nos lo regala y nosotros lo acogemos con gozo. Hemos de convertirnos al Amor, que nos saca de nuestra propia concha y nos pone indefensos ante los demás, para que vivamos con la fuerza del Amor, con la fuerza de Jesús, con la fuerza de su gracia.

El concilio Vaticano II nos ha enseñado que “Jesús revela el hombre al hombre”. La auténtica humanidad del ser humano no la vamos a encontrar en las redes sociales ni en las series de televisión, o en las letras superficiales de una buena parte de la música moderna, con una profunda carencia y falta de sentido de respeto y humanidad... En todos estos segmentos está muy presente el hombre, pero muy poco lo humano, muchas veces con valores y principios muy distorsionados. 

Busquemos reencontrarnos con el Amor, con Jesús, que nos ilumina y da fuerza para dar sentido a nuestra existencia y realidades cotidianas, evitemos que el hombre termine autodestruyéndose en el altar de su egolatría. Vale la pena vivir a fondo la vocación cristiana, vale la pena trabajar para instaurar en la sociedad un verdadero humanismo; es decir, un cristianismo vivido desde el Amor y para el Amor, fruto de un encuentro sanador y salvador con Jesús.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, ruega por nosotros.

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