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Opinión

El amor de Dios al hombre y del hombre a Dios

Las cartas sobre La mesa

Este segundo domingo de Cuaresma nos encontramos con un mensaje muy hermoso en la liturgia: el amor de Dios hacia el hombre y el amor del hombre hacia Dios.

Un amor que, en muchos escenarios, es purificado por la prueba, por el dolor, por la persecución… cuando el amor no está respaldado por la sombra del sacrificio, de la renuncia, del despego, del despojo, no es auténtico, es poesía, es mero romanticismo sin fundamento, que se esfuma ante cualquier cambio inesperado de la vida. El camino de Abraham, de Pablo, de los Apóstoles fue un camino de amor, de entrega, de renuncia, pero sobre todo de una experiencia profunda de la cercanía del amor de Dios en sus vidas.

En el Génesis vemos por un lado la obediencia de Abraham y por otro la apuesta de Dios por la vida, le da la orden de no tocar a Isaac y le hace la promesa de bendecir a su descendencia. Un texto que nos pone delante del amor misterioso de Dios a Abraham, con una prueba incluida, y el amor de Abraham a Dios, con una demostración de confianza ilimitada, al estar dispuesto a sacrificar a su hijo único en obediencia amorosa.

Pablo a los Romanos los invita a confiar en Dios, en medio de las dificultades y persecuciones por las que pasaban, contemplando el amor de Dios que no perdonó a su propio Hijo, antes bien lo entregó a la muerte por todos nosotros, para dar sentido a todos nuestros padecimientos.

Sólo la experiencia de un amor incondicional y de entrega radical por parte de Dios a nosotros, es lo que puede iluminar nuestros momentos difíciles y dolorosos.

En el Evangelio vemos como Jesús, con la transfiguración, busca que los discípulos tengan una experiencia muy concreta: la crucifixión tiene como conclusión la Pascua, la Resurrección, el culmen del amor de un Dios que apuesta todo por nuestra salvación.

Es el amor de Jesús a los discípulos que, después del primer anuncio de la pasión, les revela el esplendor de su divinidad y a la vez el amor de los discípulos en la disponibilidad para obedecer al Padre que les dice: “Éste es mi Hijo muy amado. Escúchenlo”.

Tanto en las relaciones humanas, como en nuestra relación con Dios, el amor adopta diferentes maneras. Podemos resumir en tres aspectos la manera de expresar el amor: ver, escuchar y experimentar, un camino ascendente hacia la plenitud misma del amor, y de la estabilidad espiritual y emocional en nuestras vidas.

1. Ver. Estando en el monte Moriah “Dios provee” y de esta manera manifiesta su amor a Abraham. Por su parte, Abraham “vio” un carnero enredado en un matorral y lo ofreció en holocausto en lugar de su hijo. Así mostró su amor agradecido al Señor.

En el texto evangélico, Pedro, Santiago y Juan “vieron” a Jesús transfigurado con el esplendor de la divinidad y por los ojos les entró el deseo de morar allí, contemplando y gozando amorosamente de esa experiencia inefable.

Los ojos son las ventanas del amor: por ellos entra el amor como el rayo de luz por el cristal, y por los ojos pasa transparente y luminoso el rayo del amor desde el corazón hacia el exterior para incidir en la persona amada. Esto que pasa con el amor humano, sucede por igual en las relaciones de amor entre el hombre y Dios. Dios nos permite “ver”, para podernos dar cuenta, en las pequeñas o grandes manifestaciones de cada día, como su amor hacia nosotros es incondicional, duradero, eterno.

2. Escuchar. Es dulce al oído escuchar la voz de la persona amada. Por eso, Abraham que ama a Dios, escucha su voz que le llama y enseguida responde: “Aquí estoy”, en un gesto de disponibilidad desde el amor. Por eso, el Padre invita a los discípulos a “escuchar” a Jesús para que a través de sus palabras lleguen a sus oídos las revelaciones del amor hasta la misma cruz.

Escuchar la voz del amado entraña una actitud de obediencia. De ahí que la auténtica obediencia cristiana coincida con la escucha de la voz divina, que pone en movimiento el deseo de hacer lo que quiera el amado.

3. Experimentar. Sólo cuando el amor baja al terreno de la experiencia es un amor fuerte y eficaz. Un amor que no pase por la experiencia corre el peligro de degenerar en egoísmo, en abstracción, o en puro sentimentalismo.

Abraham experimentó el amor fiel de Dios, por eso su amor permaneció firme en el momento de la prueba. Jesús experimentó el amor del Padre y el amor a los hombres, por eso pudo abrazar la cruz con decisión y libertad. Y a Pablo, que ha experimentado de modo fuerte el amor de Jesús, llega a decir “¿quién le podrá separar de ese amor?”, experiencia de Pablo y de tantos cristianos a lo largo de los siglos, que en su oración han ido experimentando un amor que va más allá de lo inmediato y del sentirse bien por lo momentáneo.

El gran reto de la Cuaresma es lograr tener en nuestra vida una profunda experiencia del amor de Dios en nuestras vidas, fruto de aprender a ver tantas manifestaciones en nuestro entorno de este amor y de escuchar en la oración su palabra que nos fortalece y renueva.

Amar a una persona cuanto todo va bien, cuando el amor parece vivir en una eterna primavera, cuando los frutos del amor son dulces, cuando la reciprocidad en el amor hace bella la vida y se mira el futuro con gozo y esperanza, es fácil y hasta agradable.

Pero en las historias de amor, no todo ni siempre es así. En las reales historias de amor el dolor, el sufrimiento, la prueba, la incomprensión llaman de vez en cuando a la puerta de los amantes y se asoma al alma la tentación de dudar del amor, de ver en el dolor un destructor del amor, de sentir que el amor se va enfriando e incluso puede llegar a congelarse, es aquí donde entra esta experiencia de podamos tener de Dios.

Una experiencia que debe ser profunda y madura, como la de Abraham, Pablo y los discípulos, más allá de los momentos de bonanza, vernos abrazados también en los momentos de cruz.
Santa María Inmaculada, de la Dulce Espera, ruega por nosotros.

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