Los debates sobre las reformas constitucionales demuestran que la democracia es tan frágil como el gobernante en turno lo decida. El pueblo bueno y sabio puede aniquilar la democracia.
Lo dicho por el mandatario es cierto, el artículo 39 Constitucional establece que “el pueblo tiene en todo tiempo el inalienable derecho de alterar o modificar la forma de gobierno”, agregaría al texto Constitucional: aunque al pueblo le importe muy poco la forma de gobierno; claro, en el efímero caso que entendiera lo que significa forma de gobierno y las consecuencias de sus decisiones.
No entremos a las descalificaciones, solamente aclarar que millones de mexicanos nos movemos más como masa que como pueblo. El pueblo es un ente que decide en conciencia e informado, la masa es el mismo grupo de personas, pero movido por pasiones, desinformación o manipulaciones.
Para ejemplificar, ese pueblo bueno y sabio es el mismo que apoya los excesos en la popular casa de los famosos, el que se entretiene con la barra nocturna de las televisoras, el que prefiere un partido de futbol a una junta de vecinos para resolver un problema de la comunidad.
El pueblo no existe, como tampoco hemos vivido en democracia. Hay masa y no pueblo lo mismo que tenemos una aristocracia o plutocracia en lugar de democracia. Lamentablemente esa aristocracia disfrazada de democracia nos tiene al borde de la oclocracia o, como diría Sartori: masacracia.
La extrema ignorancia del “pueblo” en la cosa pública, el secuestro de la política por la partidocracia y dentro de ella por grupos de poder, el abuso de los gobiernos pasados y la pasión por el autoritarismo de algunos personajes mantienen al país en la incertidumbre. ¿Se matará la democracia desde la democracia?, ¿transitaremos a un mejor estadio democrático con las reformas en ciernes?, ¿caminamos a un estatismo militarizado?
Las anteriores preguntas son la clave porque pareciera que nos acercamos a un régimen unidireccional, basado en la fuerza de los uniformes y la represión jurídica a los diferentes.
El siglo XXI nos demuestra que la democracia es tan frágil como lo deseen quienes ostentan el poder, lo mismo sucedió en el vecino del norte que en países de América del Sur y Europa.
El desencanto con la democracia se vincula al exceso de beneficios para los cercanos al poder y la extrema indiferencia para los lejanos. Se corrompieron los principios de libertad y justicia, desajustando la balanza y promoviendo mayores desigualdades.
El estatismo que cancela libertades bajo el argumento de mayores igualdades no resuelve la crisis democrática, en todo caso nos saca de la democracia y nos inserta en un régimen cercano al autoritarismo.
Es tiempo de asumir retos y responsabilidades, de reconocer las culpas en todos: políticos, gobernantes, opinadores, empresarios, todos quienes por acción u omisión logramos el hartazgo de la masa e incubamos el populismo como sistema político.
Cuánto daño provoca el resentimiento. Leer o escuchar a académicos, maestros, profesionistas y gente de la llamada clase media añorar un régimen igualitarista, me hace pensar en cuánto odio acumulado hay. Si supieran que es contra su establishment lo que desprecian, se espantarían de sus palabras.
Veamos qué fácil es acabar con la democracia desde las entrañas usando al “pueblo”. Aniquilando libertades, justicia y derechos humanos en favor del utópico igualitarismo, un espejismo que terminará destruyendo en vez de construir.
La democracia sigue siendo mejor opción que el estatismo.