Ser buena persona no basta, es necesario actuar como tal en medio de cualquier circunstancia. No hacerlo equivale a enterrar los talentos, a colocar una vasija sobre una lámpara encendida u ocultarla bajo un mueble. Hay quienes creen ser buenas personas sin serlo y otras lo fingen. Para sosegar la conciencia individual y colectiva se dice, y así es aceptado, que “son más los buenos que los malos”. Sin embargo, mientras éstos lo demuestran, aquellos se conforman y cruzan de brazos. De no ser así, el mundo sería otro: justo, pacífico, feliz, solidario y tolerante, siempre en la medida de la condición humana.
La influencia que la gente ejerce en su entorno varía según su respectiva actividad y competencia. Si el mundo se mantiene en pie es por la suma de miles de acciones pequeñas repetidas cada día. Su valor intrínseco radica en la espontaneidad y en el anonimato; la publicidad y el aplauso las demerita. Entregar sillas de ruedas, anteojos, víveres y cualquier otro beneficio, por ejemplo, debería prescindir de la propaganda por respeto a la dignidad de las personas vulnerables, máxime si se sufragan con dinero de los contribuyentes.
Por su compromiso social, sectores como el gubernamental, el eclesial y el periodístico están ética y moralmente obligados a servir y hacer el bien. Cuando faltan a ese deber traicionan no sólo su esencia, también provocan males infinitos. La corrupción, la pederastia y la manipulación destruyen la confianza, socavan la fe y entronizan la mentira. Los medios de comunicación condenan la violencia pero a la vez son apologetas de la muerte al plagar sus páginas y mostrar a todas horas matanzas, violaciones y aberraciones como si fueran naturales. Su debe es informar, pero sin equilibrio las cosas salen de control. El bombardeo de noticias siniestras enferma a la sociedad, la atemoriza y degrada, en vez de edificarla y contribuir a su alivio. El mal, de nuevo, parece triunfar sobre el bien.
El todo no debe juzgarse por la parte, pero el periodismo, como otras actividades llamadas a incidir positivamente en los sectores más amplios, no goza de buena salud ni pasa por su mejor momento. En ese contexto, la muerte del periodista Felipe Rodríguez Maldonado, quien aportó su ingenio en la fundación de Espacio 4, es lamentable. Que el recuerdo de este hombre de alma limpia, que tocó tantos corazones e hizo del periodismo su vida y pasión concite tantas muestras de cariño, admiración y respeto es perfectamente explicable. Pues en un mundo poblado de charlatanes, aduladores y pedantes, el talento, la integridad y la humildad se yerguen cual fortaleza para recordarnos que el buen periodismo jamás sucumbirá.
Felipe honró el oficio y con estoicismo y paciencia jobiana conquistó la cumbre abrazado a su fe y a sus principios. La adversidad la convirtió en acicate. Con el ejemplo de sus padres y el amor prodigado por su esposa Socorro y sus hijos Fernanda, Jimena, Mariela y Felipe se mantuvo firme y con la frente levantada. Se aferró a la vida por ellos para ellos y se marchó cuando debía. Les infundió fortaleza y les preparó para una vida sin él, pero colmada de él y de momentos hermosos. El problema no es que periodistas y amigos de la talla de Felipe fallezcan, todos moriremos algún día, sino el vacío que dejan en un mundo huérfano, no de hombres buenos —de los cuales hay legiones—, sino de quienes se atrevan a dar testimonio de serlo con una sonrisa, con un acto, con un gesto de bondad como lo hizo Felipe.