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Opinión

El Papa Francisco: «Toda la Biblia - observa San Agustín- no hace más que narrar el amor de Dios» San Gregorio Magno exhorta a «aprender a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios'»

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El Papa Francisco: «Toda la Biblia - observa San Agustín- no hace más que narrar el amor de Dios» San Gregorio Magno exhorta a «aprender a conocer el corazón de Dios en las palabras de Dios'» Que el Espíritu Santo, que inspiró las Escrituras y ahora sopla desde ellas, nos ayude a captar este amor de Dios en las situaciones concretas de la vida.
 
Del 7 al 13 de junio del 2024
 
AUDIENCIA GENERAL. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días, bienvenidos! Continuamos nuestra catequesis sobre el Espíritu Santo. Él es el guía.

Hoy lo vemos en la revelación, de la que la Sagrada Escritura es un testimonio autorizado e inspirado por Dios.

En la Segunda Carta de San Pablo a Timoteo figura esta afirmación: “Toda la Escritura está inspirada por Dios” (3:16).

Y otro pasaje del Nuevo Testamento dice: «Hombres movidos por el Espíritu Santo han hablado de parte de Dios» (2Pe 1:21).

Esta es la doctrina de la inspiración divina de la Escritura, la que proclamamos como artículo de fe en el “Credo”, cuando decimos que el Espíritu Santo «habló por medio de los profetas».

El Espíritu Santo, que inspiró las Escrituras, es también el que las explica y las hace perennemente vivas y activas. De inspiradas, las vuelve inspiradoras.

“Las Sagradas Escrituras… inspiradas por Dios – dice el Concilio Vaticano II – y redactadas una vez para siempre, comunican inmutablemente la palabra del mismo Dios, y hacen resonar la voz del Espíritu Santo en las palabras de los Profetas y de los Apóstoles” (n. 21).

De este modo, el Espíritu Santo continúa, en la Iglesia, la acción de Jesús Resucitado que, tras la Pascua, “abrió la mente de los discípulos para que comprendieran las Escrituras” (cfr. Lc 24,45).

Puede suceder, en efecto, que un determinado pasaje de la Escritura, que hemos leído muchas veces sin ninguna emoción particular, un día lo leamos en un clima de fe y de oración y, de repente, ese texto se ilumine, nos hable, arroje luz sobre un problema que vivimos, aclare la voluntad de Dios para nosotros en una situación determinada.

¿A qué se debe este cambio si no a una iluminación del Espíritu Santo? Las palabras de la Escritura, bajo la acción del Espíritu, se vuelven luminosas; y en esos casos tocamos con nuestras propias manos lo cierta que es la afirmación de la Carta a los Hebreos: «… la palabra de Dios es viva y eficaz, más cortante que espada de doble filo; […]» (4,12).

Hermanos y hermanas, la Iglesia se nutre de la lectura espiritual de la Sagrada Escritura, es decir, de la lectura realizada bajo la guía del Espíritu Santo que la inspiró.

Y la misión de la Iglesia es ayudar a los fieles y a quienes buscan la verdad a interpretar correctamente los textos bíblicos.

Una forma de realizar la lectura espiritual de la Palabra de Dios es lo que se llama la lectio divina, que consiste en dedicar un tiempo del día a la lectura personal y meditada de un pasaje de las Escrituras.

Y esto es muy importante: cada día tómense un tiempo para escuchar, para meditar, leyendo un pasaje de la Escritura.

Y para ello les recomiendo: tengan siempre un Evangelio de bolsillo y llévenlo en la bolsa, en los bolsillos, así cuando estén de viaje o cuando tengan un poco de tiempo libre lo toman y leen.

Esto es muy importante para la vida, pero la lectura espiritual de las Escrituras por excelencia es la lectura comunitaria que se realiza en la Liturgia, en la Santa Misa.

Ahí vemos cómo un acontecimiento o una enseñanza, dado en el Antiguo Testamento, encuentra su plena realización en el Evangelio de Cristo.

Y la homilía, ese comentario que hace el celebrante, debe ayudar a transferir la Palabra de Dios del libro a la vida.

Pero para ello, la homilía debe ser breve: una imagen, un pensamiento, un sentimiento. La homilía no debe durar más de ocho minutos, porque después de ese tiempo se pierde la atención y la gente se duerme, y tiene razón.

Y quiero decir a los sacerdotes que hablan mucho, a menudo, y no se entiende de qué hablan, que la homilía sea corta: un pensamiento, un sentimiento y una indicación para la acción, cómo hacer.

No más de ocho minutos, porque la homilía debe ayudar a transferir la Palabra de Dios del libro a la vida. Algo que nos llega al corazón.

Si la acogemos en nuestro corazón, puede iluminar nuestra jornada, animar nuestra oración. ¡Se trata de no dejar que caiga en saco roto!

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