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Opinión

Siguiendo al Papa. Del 1 al 7 de noviembre del 2024

Siguiendo al Papa

El Papa Francisco: Digan «Señor», pero díganlo de corazón. «Ayúdame, Señor», «Te quiero, Señor». Y cuando recen el Padre Nuestro, recen «Padre, Tú eres mi Padre». Recen con el corazón y no con los labios, no sean como los loros. Que el Espíritu nos ayude en la oración, ¡porque la necesitamos tanto! 

Audiencia general. Queridos hermanos y hermanas, ¡buenos días! La acción santificadora del Espíritu Santo, además de en la Palabra de Dios y en los Sacramentos, se expresa en la oración. 

El Espíritu Santo es, al mismo tiempo, sujeto y objeto de la oración cristiana. Nosotros oramos para recibir al Espíritu Santo, y recibimos al Espíritu Santo para poder orar verdaderamente, es decir, como hijos de Dios, no como esclavos. …

Pensemos un poco en esto. Hay que rezar siempre con libertad. «Hoy debo rezar esto, porque he prometido esto, esto... ¡De lo contrario iré al infierno!». No, esto no es rezar. La oración es libre. Se reza cuando el Espíritu ayuda a rezar. Se ora cuando se siente en el corazón la necesidad de orar; y cuando no se siente nada, hay que detenerse y preguntarse: ¿por qué no siento el deseo de orar? ¿Qué está pasando en mi vida? 

En primer lugar, debemos rezar para recibir el Espíritu Santo. A este respecto, hay unas palabras muy precisas de Jesús en el Evangelio: «Si ustedes, que son malos, saben dar cosas buenas a sus hijos, ¡cuánto más el Padre del Cielo dará el Espíritu Santo a los que se lo pidan!» (Lc 11,13).

¿Y cómo no nos va a dar el Padre el Espíritu? Esto nos anima y podemos seguir adelante. En el Nuevo Testamento, vemos que el Espíritu Santo desciende siempre durante la oración.

Desciende sobre Jesús tras el bautismo en el Jordán, mientras «estaba en oración» (Lc 3,21); y desciende sobre los discípulos en Pentecostés, mientras «todos ellos perseveraban juntos en la oración» (Hechos 1,14). 

Es el único «poder» que tenemos sobre el Espíritu de Dios. El «poder» de la oración: Él no resiste a la oración. Rezamos y llega. En el monte Carmelo, los falsos profetas de Baal - recuerden ese paso de la Biblia - se agitaban para invocar fuego del cielo sobre su sacrificio, pero no ocurrió nada, porque eran idólatras, adoraban a un dios que no existe; Elías se puso a orar y el fuego descendió y consumió el holocausto (cfr. 1 Re 18,20- 38). 

La Iglesia sigue fielmente este ejemplo: siempre tiene en los labios la invocación «¡Ven! ¡Ven!» cuando se dirige al Espíritu Santo. Y lo hace sobre todo en la Misa, para que descienda como rocío y santifique el pan y el vino para el sacrificio eucarístico. 

Pero también existe el otro aspecto, que es el más importante y alentador para nosotros: el Espíritu Santo es el que nos dona la verdadera oración. San Pablo dice: «El Espíritu nos ayuda en nuestra debilidad. Pues nosotros no sabemos cómo pedir para orar como conviene, pero el Espíritu mismo intercede por nosotros con gemidos inefables; y el que escruta los corazones conoce cuál es la aspiración del Espíritu, y que su intercesión a favor de los santos es según Dios.» (Rm 8,26-27). 

Es cierto, no sabemos rezar. Jesús dice: «Busquen primero el Reino y la Justicia de Dios, y se les darán también todas esas cosas por añadidura» (Mt 6,33); en cambio, nosotros buscamos en primer lugar “las añadiduras”, es decir, nuestros intereses - ¡muchas veces! - y nos olvidamos totalmente de pedir el Reino de Dios.

Pidamos al Señor el Reino, y todo vendrá con él. El Espíritu Santo viene, sí, en auxilio de nuestra debilidad, pero hace algo aún más importante: nos confirma que somos hijos de Dios y pone en nuestros labios el grito: «¡Padre!» (Rm 8,15; Gal 4,6). 

Nosotros no podemos decir “Padre, Abba” sin la fuerza del Espíritu Santo. Es precisamente en la oración cuando el Espíritu Santo se revela como «Paráclito», es decir, abogado y defensor. 

No nos acusa ante el Padre, sino que nos defiende. Sí, nos defiende, nos convence del hecho de que somos pecadores (cfr. Jn 16,8), pero lo hace para hacernos experimentar la alegría de la misericordia del Padre, no para destruirnos con estériles sentimientos de culpa. Incluso cuando nuestro corazón nos reprocha algo, Él nos recuerda que «Dios es mayor que nuestro corazón» 

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