Nuevo León, entidad que se jacta ir siempre a la vanguardia, registra más alternancias que ninguna otra del país: ha sido regentado por el PRI, el PAN, el primer gobernador independiente y ahora por Movimiento Ciudadano. Después de Alfonso Martínez Domínguez y Jorge Treviño, el estado entró en barrena.
Los últimos sexenios han sido marcados por escándalos de corrupción, enriquecimiento ilícito, tráfico de influencias, frivolidad, nepotismo y la manifiesta incompetencia de José Natividad González Parás, Rodrigo Medina y Jaime Rodríguez. La aventura presidencial del “Bronco” fracasó en redondo; y la de García fue interrumpida por los diputados del PRI y el PAN.
Coahuila no tuvo mejor suerte con Humberto y Rubén Moreira, cuyo Gobierno hundió al estado en la peor crisis económica, de seguridad —hasta 2013— e institucional. La sucesión anómala entre hermanos se convirtió a la postre en normalidad. En los estados han surgido dinastías predadoras y nefastas apoyadas por el PRI, el PAN y ahora también por Morena. Los Salgado y los Monreal son sinónimo de cacicazgo y mal gobierno en Guerrero y Zacatecas. A diferencia de Nuevo León, donde la primera alternancia data de 1997, en Coahuila el PRI está por completar 95 años en el poder.
Los últimos dinosaurios del PRI que dejaron huella, en Coahuila y Nuevo León, fueron Óscar Flores Tapia y Martínez Domínguez. Hombres de carácter y colmillo retorcido, su obra transformó las capitales y la industria se expandió. El regiomontano terminó su sexenio, meta que no pudo cruzar como jefe del Departamento del Distrito Federal.
Pues el presidente Luis Echeverría lo destituyó tras la matanza del Jueves de Corpus cuando aún no cumplía un año en el cargo. Martínez culparía más tarde a Echeverría de El Halconazo. Flores Tapia renunció tres meses antes de concluir su gestión por discrepancias con el presidente José López Portillo.
Flores Tapia viajó a la capital para reunirse con el secretario de Gobernación, Enrique Olivares Santana, cuando su suerte ya estaba echada. Al salir del edificio se topó con un grupo de gobernadores (entonces todos del PRI), pero fingieron no verlo. Sólo uno tuvo el valor de saludarlo: Alfonso Martínez Domínguez, quien ya había pasado por el mismo trance. Ambos fueron reivindicados por la historia, en gran medida por su legado y por la obra realizada.
No en tiempos de bonanza, ni con deuda, sino de crisis financiera.
Los gobernadores actuales de Nuevo León y Coahuila son jóvenes y sus carreras políticas, breves. Samuel García resultó elegido a los 34 años, después de haber sido diputado local y senador. Manolo Jiménez contaba 39 cuando ganó las elecciones. Previamente ocupó un escaño en el Congreso estatal, la alcaldía de Saltillo y la Secretaría de Desarrollo Social. Uno milita en Movimiento Ciudadano y el otro en el PRI.
Los estados que gobiernan son el primero y el sexto más endeudados del país (con $99,000 y $38,000 millones de pesos), herencia de las administraciones de Rodrigo Medina, que casi la triplicó, y del moreirato, que la elevó 19,270 por ciento. Nuevo León ejercerá este año $140,000 mdp de presupuesto; y Coahuila, $68,000 mdp.
García encabeza un gobierno dividido. El PRI y el PAN dominan el Congreso con un sesgo eminentemente partidista, cuya tarea es bloquear al Ejecutivo, quien tampoco se ha distinguido por su sensatez. Jiménez, en cambio, tiene el control de la legislatura, del Tribunal de Justicia y de toda la estructura de poder, incluida la Universidad Autónoma de Coahuila. La distancia entre los dinosaurios y los cachorros aún es enorme.