1. No puede, no debe pasar desapercibida la muerte de Gustavo Gutiérrez, padre indiscutido de la Teología de la Liberación. Pecaría de presuntuoso si afirmara que lo considero mi maestro, por el hecho de haber participado en el curso que impartió en 1979 en el Departamento Ecuménico de Investigaciones de San José, Costa Rica. De cualquier manera, sus enseñanzas de esa semana, la lectura de sus libros y a la vez en que platicamos varias horas recorriendo la Piazza Navona en Roma, Italia, años después, me permiten llamarme su discípulo.
2. Gustavo era peruano y se interesó por la medicina antes de ingresar a la orden de los dominicos. Estudió teología en Lovaina, Bélgica, y en Lyon, Francia, asistiendo a las clases de personajes como Henri de Lubac, Yves Congar, Marie Dominique Chenu y Christian Ducoq, entre otros. Vivió siempre con problemas de salud. La osteomielitis —deformación de la columna que le hacía caminar jorobado— le restringió a una silla de ruedas durante su adolescencia. Se sobrepuso, y después de los estudios habituales de filosofía y teología en Lima, fue ordenado presbítero en 1959.
3. En 1971 publicó el icónico texto Teología de la Liberación. Perspectivas, que marcó un antes y un después en el pensamiento teológico latinoamericano. Siguiendo el impulso que empujó la Conferencia Episcopal Latinoamericana de Medellín, Colombia, buscó aplicar a la realidad de nuestros países las enseñanzas del Concilio Ecuménico Vaticano II, que había concluido en 1965. Este tránsito le permitió ocuparse de los problemas del mundo desde la óptica divina. Entendió la teología como un acto segundo, pues el primero lo constituían los hechos duros.
4. Su brillantez académica se comparaba con su sencillez y sensibilidad, en contraste con la fogosidad y altanería de otros colegas, como el brasileño-alemán Hugo Assmann. En una acalorada discusión, por parte de Hugo, que afirmaba la necesidad de las luchas armadas para alcanzar la liberación de los pobres, y frente a los sólidos argumentos opositores de Gustavo, Assmann le espetó: “Por timoratos como tú no se alcanza la necesaria revolución de nuestros pueblos”, a lo que Gutiérrez contestó: “Teólogos como tú le hacen más daño que bien a esas revoluciones”.
5. Su teología, obvio, fue controversial, y no faltó quien lo acusara de marxista trasnochado y sociólogo frustrado. Sin embargo, si leemos obras como Beber en su propio pozo, el Dios de la Vida o Densidad del presente, encontraremos una propuesta rebosante de espiritualidad, inserta en el presente y para nada ajena a las preocupaciones de la historia. Además, el mismo Vaticano reconoció su ortodoxia, y jamás se le sancionó con censuras o suspensiones. Tanto Benedicto XI como el papa Francisco lo recibieron, dando con ello un espaldarazo a su obra.
6. Lamento que este último no lo haya hecho Cardenal. Lo merecía, aunque quizá no lo habría aceptado. Más que un premio, hubiera sido un reconocimiento a su propuesta, tan vilipendiada pero al mismo tiempo tan fructífera, al contener aportes que tuvieron mucho impacto en la pastoral latinoamericana, como las Comunidades Eclesiales de Base y la Biblia popular. Tuvo una larga —falleció a los 96 años—, sencilla y fecunda vida. Descanse en paz el teólogo latinoamericano más brillante y sensible que hemos tenido, el que nos enseñó a mirar hacia el cielo sin despegarnos del suelo.
7. Cierre icónico. Participé el domingo pasado en el maratón de Toronto. Sin tener las dimensiones numéricas de otros eventos semejantes, como París, que en su edición de este año arrojó una derrama económica de €200 millones de euros, o Chicago, que se agenció más de $500 millones de dólares, la bella ciudad canadiense se volcó en favor de los corredores. Qué diferencia con nuestro maratón de diciembre, pues las ciudades de Monterrey y San Pedro no solo no lo respaldan, sino que le ponen muchas trabas. No les interesa promover el deporte ni, así parece, el turismo.