Hace algunos años, Frank Bruni publicó un artículo de opinión en el New York Times titulado El salario del celibato. La columna, aunque provocativa, era justa. En su mayor parte, planteaba muchas preguntas difíciles y necesarias.
Al observar los diversos escándalos sexuales que han plagado al sacerdocio católico romano en los últimos años, Bruni sugirió que era hora de reexaminar el celibato con una mirada honesta y valiente y preguntarse si sus desventajas superan sus posibles beneficios. El propio Bruni no intervino definitivamente sobre la pregunta; solo señaló que el celibato, como es igual lo de vida consagrado, corre más riesgos de los que normalmente se admiten.
Cerca del final de su columna, escribió: “La cultura del celibato corre el riesgo de atrofiar el desarrollo (sexual) y convertir los impulsos sexuales en gestos furtivos y torturados. Le resta importancia a una conexión humana fundamental y tal vez irresistible. ¿Es de extrañar que algunos sacerdotes intenten, no obstante, hacer esa conexión de manera subrepción, imprudente y, en ocasiones, destructiva?”
No es una pregunta irreverente, sino necesaria. Necesitamos el valor de afrontar la pregunta: ¿el celibato es, de hecho, anormal para la condición humana? ¿Corre el riesgo de atrofiar el desarrollo sexual?
Una vez, un periodista le preguntó a Thomas Merton cómo era el celibato. Sospecho que su respuesta sorprenderá a los oídos piadosos, porque prácticamente respalda la posición de Bruni. Su respuesta: “¡El celibato es el infierno! Vivimos en una soledad que Dios mismo condenó cuando dijo: ‘¡No es bueno estar solo!’”. Sin embargo, tras admitirlo, Merton inmediatamente continuó diciendo que el hecho de que el celibato no sea la condición humana normal no significa que no pueda ser maravillosamente generativo y fructífero, y que tal vez su fecundidad única esté vinculada a lo extraordinario y anormal que es.
En esencia, lo que Merton está diciendo es que el celibato es anormal y te condena a vivir en un estado no deseado por el Creador; sin embargo, a pesar de esa anormalidad y quizás debido a ella, puede ser particularmente generativo, tanto para quien lo vive como para quienes lo rodean.
Sé que esto es verdad, como lo saben muchos otros, porque me he nutrido profundamente, como cristiano y como ser humano, de las vidas de célibes consagrados, de numerosos sacerdotes, hermanas y hermanos cuyas vidas han tocado la mía y cuya “anormalidad” sirvió precisamente para hacerlas maravillosamente fructíferas.
Además, esta particular anormalidad puede tener su propio atractivo. Una vez trabajé como director espiritual de un joven que estaba discerniendo si unirse a nuestra orden, los Misioneros Oblatos de María Inmaculada, o proponerle matrimonio a una joven. Fue una decisión angustiosa para él; quería ambas cosas. Y su discernimiento, aunque quizás un poco demasiado romántico en términos de su fantasía de ambas opciones, fue al mismo tiempo extraordinariamente maduro. He aquí (en palabras similares) cómo describió su dilema:
Crecí en una zona rural y era el mayor de mi familia. Cuando tenía quince años, una noche, justo antes de la cena, mi padre, todavía joven, tuvo un ataque al corazón. No había ambulancias a las que llamar. Lo abrigamos en el coche y mi madre se sentó en el asiento trasero con él y lo abrazó, mientras yo, un adolescente asustado, conducía el coche camino del hospital, a unos 24 kilómetros de distancia.
Mi padre murió antes de que llegáramos al hospital. Por trágico que fuera, había un elemento de belleza en ello. Mi padre murió en los brazos de mi madre.
Esa belleza trágica marcó mi alma. En mi mente, en mi fantasía, así es como quiero morir: en los brazos de mi esposa. Dada la influencia de esa fantasía, mi mayor duda sobre entrar en los Oblatos y avanzar hacia el sacerdocio es el celibato. Si me convierto en sacerdote, no moriré en brazos humanos. Moriré como lo hacen los célibes: sostenido en la fe, pero no sostenido en brazos humanos.
Sin embargo, un día, al tratar de discernir todo esto, vi otra imagen: Jesús no murió en los brazos de un cónyuge; murió solo y en soledad. Siempre me ha llamado la atención la soledad de los célibes y siempre me he sentido atraído por personas como Soren Kierkegaard, la Madre Teresa, Dorothy Day, Thomas Merton y Daniel Berrigan, que no murieron en los brazos de un cónyuge.
¡También hay una verdadera belleza en su manera de morir! Bruni tiene razón al advertir que el celibato es anormal y está plagado de peligros. Corre el riesgo de atrofiar el desarrollo sexual y, especialmente, de restar importancia a una conexión humana fundamental que exige la Biblia, a saber, el dogma antropológico fundamental contenido en la historia de Dios creando a nuestros primeros padres y su pronunciamiento de que no es bueno (y peligroso) estar solo.
El celibato nos condena a vivir en una soledad que Dios mismo condenó, pero es también la soledad en la que Jesús se entregó a nosotros en una muerte que es quizás la expresión más generativa de amor en la historia humana.