El Papa Francisco: Los invito a empezar nuestro camino de Cuaresma. Y a lo largo del recorrido, necesitamos esa buena voluntad, que el Espíritu Santo siempre sostiene. En los desiertos de la pobreza y de la soledad, tantos pequeños gestos de voluntariado, de servicio gratuito hacen germinar brotes de una nueva humanidad; ese jardín que Dios ha soñado para todos nosotros.
Del 7 al 13 de marzo del 2025
HOMILÍA. Jesús « fue conducido por el Espíritu al desierto » (Lc 4,1).
Cada año, nuestro camino de Cuaresma inicia siguiendo al Señor en este entorno, que él atraviesa y transforma para nosotros.
Cuando Jesús entra en el desierto, en efecto, sucede un cambio decisivo: el lugar del silencio se convierte en ámbito de escucha. Una escucha que pone a prueba, porque se hace necesario elegir a quién prestar atención entre dos voces totalmente contrarias.
El Evangelio atestigua que el camino de Jesús comienza con un acto de obediencia: es el Espíritu Santo, la misma fuerza de Dios, quien lo conduce. En el desierto, el hombre experimenta su propia indigencia material y espiritual, su necesidad de pan y de palabra.
También Jesús, verdadero hombre, tuvo hambre (cf. v. 2) y durante cuarenta días fue tentado por una palabra que no provenía en absoluto del Espíritu Santo, sino del espíritu malvado, del diablo.
Comenzando apenas los cuarenta días de la Cuaresma, reflexionemos sobre el hecho de que también nosotros somos tentados; pero no estamos solos, con nosotros está Jesús, que nos abre la senda a través del desierto.
El Hijo de Dios hecho hombre, nos da la fuerza para resistir a sus asaltos y perseverar en el camino. Consideremos pues tres características de la tentación de Jesús y también de la nuestra: el inicio, el modo y el desenlace.
En primer lugar, la tentación de Jesús al inicio es querida; el Señor va al desierto por su filial disponibilidad al Espíritu del Padre, a cuya guía se confía con prontitud. Nuestra tentación, en cambio, nos es impuesta; el mal precede nuestra libertad, la corrompe íntimamente como una sombra interior y una insidia constante.
Mientras pedimos a Dios que no nos abandone en la tentación (cf. Mt 6,13), recordemos que ya ha acogido esta súplica en Jesús, el Verbo encarnado, y se queda para siempre con nosotros.
Percibimos aquí el modo singular con el que Cristo es tentado, concretamente en la relación con Dios, su Padre. El diablo es el que separa, el que divide, mientras Jesús es el mediador que une a Dios y al hombre.
El demonio quiere destruir este vínculo, haciendo de Jesús un privilegiado:
“Si tú eres Hijo de Dios, manda a esta piedra que se convierta en pan” (v. 3). Y también: “Si tú eres Hijo de Dios, tírate” (v. 9) de la parte más alta del Templo. Frente a estas tentaciones Jesús, el Hijo de Dios, decide de qué modo ser hijo. En el Espíritu que lo guía, su decisión revela cómo quiere vivir su relación filial con el Padre. La relación con el Padre es el don que Jesús comparte en el mundo para nuestra salvación, no un tesoro que guarda celosamente (cf. Flp 2,6).
También nosotros somos tentados en la relación con Dios, pero de manera opuesta. El diablo, en efecto, susurra a nuestros oídos que Dios no es verdaderamente nuestro Padre, que en realidad nos ha abandonado.
Precisamente, mientras el demonio quisiera hacernos creer que el Señor está lejos de nosotros, conduciéndonos a la desesperación, Dios se acerca aún más a nosotros, dando su vida para la redención del mundo. Y llegamos al tercer aspecto: Jesús, el Cristo de Dios, vence al mal. Él rechaza al diablo, que sin embargo volverá a tentarlo en “el momento oportuno” (v. 13).
Así dice el Evangelio, en el Gólgota, dicen a Jesús: “Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz” (Mt 27,40; cf. Lc 23,35). En el desierto el tentador es derrotado, pero la victoria de Cristo aún no es definitiva; lo será en su Pascua de muerte y resurrección.
Mientras nos preparamos para celebrar el Misterio central de la fe, reconozcamos el desenlace de nuestra prueba. Nosotros, frente a la tentación, algunas veces caemos; todos somos pecadores. Pero la derrota no es definitiva, porque Dios nos levanta de cada caída con su perdón, porque en Cristo somos redimidos del mal